100 Preguntas sobre el Cristianismo
José Luis Vázquez Borau
Introducción
Jesús de Nazaret, el Cristo, no es algo causal en la historia, sino «un misterio escondido desde siglos y generaciones» en Dios. Según la Biblia, Dios no es sorprendido por la Historia, sino que es su Señor: Desde el principio todo estaba dispuesto ante sus ojos, de modo que toda la creación pudiese ser concebida en función del acontecimiento de Cristo. Así la creación y la salvación forman una unidad en Cristo. Dios se decide en Cristo por el ser humano y su nueva existencia. Toda la vida de Jesús de Nazaret está enmarcada por estas dos realidades: a) Abba, palabra utilizada por Jesús y por los propios cristianos para expresar una relación muy íntima entre Dios y sus hijos; y, b) Reino, palabra que va unida a la propia misión y persona de Jesús, eliminando todo nacionalismo excluyente y las esperanzas materiales de los judíos. Es decir, por la paternidad y el reinado de Dios en las personas, engendrando una nueva dignidad humana: la de hijos y hermanos. De ahí que esta dignidad humana fundamente la libertad y la solidaridad entre los humanos. Toda la predicación de Jesús, su praxis y llamada al discipulado giran en torno a esto.
El Espíritu Santo es presencia y recuerdo de Jesús de Nazaret. El Espíritu aparece siempre en las narraciones bíblicas como el que suscita la existencia. Aparece en la creación dando orden al caos junto con Dios. Dando origen también a los tiempos definitivos haciendo concebir a María, por obra del Espíritu Santo. Igualmente, impulsa a Jesús al comienzo de su vida pública. Lo resucita de entre los muertos y finalmente inaugura el tiempo de la Iglesia en Pentecostés. El Espíritu es el origen de todos los comienzos. Comienzos proyectados hacia el futuro, que ya por ser tales, no son círculos, sino líneas de esperanza. El Espíritu es la fuerza que impulsa a cada persona hacia el futuro, lanzándola fuera de sí misma en la búsqueda de las demás personas y de la historia, para la creación continuada del paraíso, que no es el pasado, sino la realización plena del presente desde la perspectiva del porvenir que Dios nos ha prometido. El Espíritu, en cuanto energía que procede del Padre como fuente primera, no puede ser encorsetado. Nada, absolutamente nada creado, tiene la exclusiva del Espíritu, la exclusiva de la energía del Padre, que «sopla» cuando quiere y donde quiere. El soplo del Espíritu no está solo en la sensatez, sino también en lo imprevisto, en la novedad, no solo en lo cristiano, sino en todo lo humano y en todo lo creado. No está en lo que nosotros queramos que esté, sino donde él quiera estar.
El Espíritu nos hace recordar la presencia histórica de Jesús de Nazaret. Afirmar que es recuerdo quiere decir que hace presente al Jesús que vivió entre nosotros; al Jesús conflictivo; a la persona libre, que optó por los marginados y oprimidos; que introdujo en la historia los signos del Reino y que fue un fracasado según los valores del mundo. Y, afirmando que el Espíritu es memoria, decimos que es presencia en el recuerdo, que es esperanza, libertad y fuerza en la conflictividad, que lo es en la lucha para la humanización de nuestra sociedad y en la preferencia por los pobres. En una palabra, que es la gran esperanza y consuelo para todas aquellas personas que intentan instaurar los valores del Reino en nuestro mundo, aunque el resultado sea el fracaso aparente ante algunos. Estamos tentados de no ver al Espíritu en esta dimensión de memoria, como presencia del rostro humano de Jesús. Pero esta dimensión es lo que discierne la originalidad cristiana, pues lo verdaderamente cristiano y sobrenatural es vivir la profundidad de lo humano, la profundidad del proyecto del Padre sobre la humanidad. La dimensión espiritual de las personas no puede ser un añadido superficial que aliene a las personas, sino todo lo contrario. Lo sobrenatural no es más que lo más auténticamente natural, lo que hay de más profundo y auténtico en el ser humano según el proyecto del Padre.
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