Gianluigi Pasquale
Francisco ha dejado el puesto a Cristo
En dos mil años de cristianismo sólo hay un hombre que, entre todos y todo, ha marcado la historia de forma incomparable: Francisco de Asís. Frente a esta criatura pobre y profundamente enamorada de Jesucristo, creyentes cristianos, fieles de otras religiones e incluso los que dicen no creer encuentran una afinidad mágica, profesándole la misma simpatía: y de esta forma tan natural. Precisamente hace ochocientos años, en 1209, con sólo veintiocho años, aquel joven umbro que habría marcado para siempre la credibilidad del cristianismo quiso ir ante el «señor papa» para pedirle permiso para «vivir conforme al santo Evangelio»; es decir, para vivir exactamente como lo había hecho Jesucristo: pobre, obediente, virgen. En 1209, después de algunos años, el ideal franciscano brillaba con un resplandor comparable al de la aurora anaranjada de la mañana, disipando poco a poco algunas de las sombras que preocupaban a la Iglesia del siglo XIII. La fraternidad se extendió por toda Umbría. Aldeas y arrabales vieron llegar desde todas partes a algunos de aquellos alegres compañeros vestidos con un tosco sayo, que cantaban a pleno pulmón o bromeaban para atraer a la gente para anunciar la Buena Nueva. Francisco llamaba a estos misioneros burlones los «juglares de Dios», como si el Señor bromeara con las almas. Mendigaban el pan ofreciendo a cambio sus manos para hacer el heno, barrer, lavar y, si sabían hacerlo, construir utensilios de madera. No aceptaban nunca dinero y se alojaban como podían, a veces con el sacerdote, otras bajo una marquesina en un granero o en un henil, y no era extraño que durmieran bajo las estrellas.
Se habituaron a ellos, del mismo modo que hoy en día estamos también acostumbrados a encontrarnos quizá a un fraile franciscano por la calle en nuestro día a día. Bien o mal acogidos, predicaban con el fervor de los neófitos y su fe obraba en profundidad. Fueron profetas de un mundo nuevo en el que el rechazo a las riquezas y la pasión por el Evangelio cambiaban la vida y traían felicidad a todos. Los nuevos frailes iban de dos en dos por las calles, uno detrás de otro, y eran los mismos cuyos pasos oyó un día san Francisco en una visión profética. No me resultó difícil pensar en esta visión precisamente el verano pasado cuando, encontrándome en «San Francisco» (EE.UU.), recordé cómo en 1769 fray Junípero Serra partió en su viaje hacia la alta California, en la bahía de San Diego, donde fundó la primera de sus famosas misiones californianas, Loreto, la capital de la baja y la alta California, rodeada, en lo sucesivo, por ciudades con nombres «franciscanos»: San Diego, Los Ángeles, San Francisco, Sacramento, etcétera.
Aquellos comienzos del franciscanismo, hace ya ocho siglos, con su apariencia de dulce anarquía, deben dejar paso a una Orden. Cada año, Francisco veía cómo se duplicaba el número de frailes llegados desde todos los confines de la tierra, algunos de los cuales estaban destinados a desempeñar un papel importante en una de las mayores aventuras cristianas. Más sensibles que los hombres a la llamada mística, las mujeres buscaron en San Damián la paz interior, amenazada por el desorden de un mundo abocado a la violencia. La luz de san Francisco se extendió, así, hacia los primeros conventos de monjas clarisas, fuertemente atraídas por la vida contemplativa de Cristo. Un canto de dicha alzada al cielo también por todos aquellos otros seguidores, hombres y mujeres, que, incluso no vistiendo el sayo, seguían deseando a lo largo de los siglos vivir el espíritu de Francisco, los futuros «terciarios franciscanos», movimiento laical que aún hoy sigue siendo el más difundido y más capilar de la Iglesia católica. Aquellos comienzos fueron un momento destinado a no volver a repetirse nunca por completo. El mismo flechazo, en efecto, no se produce dos veces. Veamos por qué…