Mientras no tengamos rostro
C. S. Lewis
PRÓLOGO
C. S. Lewis nació en Irlanda en 1898. Estudió en Oxford, donde fue profesor de Literatura inglesa medieval y renacentista desde 1925 hasta 1954. Este año, se trasladó a Cambridge, donde siguió impartiendo sus clases hasta el día de su muerte, en 1963.
Durante su estancia en Oxford, trabó amistad con J. R. R. Tolkien, en quien descubrió un profundo parentesco espiritual. Lewis era ateo, pero poco a poco emprendería una peregrinación interior que, tras recorrer las diversas parcelas del pensamiento moderno, le condujo a la fe cristiana. Desde entonces, su asombroso sentido común y su incomparable clarividencia para descubrir el núcleo de las cuestiones, produjeron multitud de ensayos teológicos y filosóficos de gran calidad, escritos en un lenguaje sencillo, asequible a todos los públicos. Prueba de ello es el gran éxito editorial que sus libros han alcanzado en Europa y Estados Unidos.
En este libro, que es una de las pocas obras narrativas del autor, late la pregunta que el hombre de todos los tiempos se ha planteado: ¿quién soy yo? No simplemente quién es el hombre en general, sino qué debe tener la vida para que sea «mi» vida, cómo lo que pasa puede llegar a ser lo que «me» pasa, qué debo hacer para que mi apariencia no sea una simple máscara sino mi verdadero rostro. Es la pregunta por el camino que debe seguir el hombre para redescubrir su identidad personal: su nombre propio.
Para Lewis, el intento de dominar lo que soy, lo que vivo, lo que poseo y lo que amo, reviste siempre un carácter engañoso; querer controlar mi apariencia ante mí mismo y ante los demás no deja de ser una mascarada. Por eso sólo la apariencia rendida, entregada, sencilla, es convincente. Pero a esta autenticidad no se llega por un camino de esfuerzos excesivamente lúcidos, por un desprendimiento inhumano, por una autonegación que casi sea un suicidio. El camino hacia la luz del propio rostro discurre con más simplicidad, sin sospechosas pretensiones ni histerismos, por derroteros de obediencia que —desde fuera— pueden parecer muy difíciles, pero que para el caminante se hacen asequibles y naturales, y que éste recorre casi sin darse cuenta, con espontánea sencillez.
Para expresar esto, Lewis recurre al mito de Psique y Cupido. La historia que presenta es la historia de toda humildad, de toda ingenuidad infantil: la historia del verdadero corazón del hombre, en cuya búsqueda invertimos toda nuestra existencia. Es la historia del rostro auténtico del ser humano, rostro que es el único que puede dar sentido y unidad a los diversos aspectos —de técnica, poder, conocimiento, riqueza— de la vida del hombre.
EDUARDO TERRASA
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