El gran divorcio
C. S. Lewis
Prefacio
Blake escribió El matrimonio del cielo y el infierno. Si yo escribo sobre su divorcio, no es porque me considere un adversario a la altura de un genio tan grande, ni siquiera porque esté del todo seguro de saber lo que Blake quería decir. En un sentido u otro, el intento de celebrar ese matrimonio es permanente. La tentativa está basada en la creencia de que la realidad no nos depara nunca una alternativa totalmente inevitable; de que, con habilidad, paciencia y tiempo suficientes (sobre todo con tiempo), encontraremos la forma de abrazar los dos extremos de la alternativa; de que el simple progreso, o el arreglo, o la ingeniosidad convertirán de algún modo el mal en bien sin necesidad de consultarnos para rechazar definitiva y totalmente algo que nos gustaría conservar.
Considero que esta creencia es un error catastrófico. No podemos llevar con nosotros todo el equipaje a todos los viajes. En algunos quizá haya que incluir entre las cosas que debemos dejar atrás nuestra mano derecha o nuestro ojo derecho. No vivimos en un mundo en el que las carreteras sean radios de un círculo, o en el que los caminos, si continúan lo suficiente, se acerquen hasta encontrarse en el centro. Nuestra vida transcurre, más bien, en un mundo en el que los caminos se bifurcan en dos tras unos kilómetros, y esos dos, de nuevo, en otros dos. Y en cada una de las bifurcaciones hemos de tomar una decisión. La vida no es, ni siquiera en el nivel biológico, como un río, sino como un árbol. No marcha hacia la unidad, sino que se aleja de ella, y las criaturas se separan tanto más cuanto más crecen en perfección. El bien, al perfeccionarse, se diferencia cada vez más no sólo del mal, sino también de otros bienes.
Yo no creo que todo el que elija caminos erróneos perezca. Pero su salvación consiste en volver al camino recto. Una suma equivocada se puede corregir; pero sólo es posible hacerlo volviendo atrás hasta encontrar el error y calculando de nuevo a partir de ese punto. No basta, sencillamente, con seguir. El mal puede ser anulado, pero no puede «evolucionar» hasta convertirse en bien. El tiempo no lo enmienda. El hechizo se puede deshacer, poco a poco, «con murmullos retraídos de poder separador. De otro modo no es posible». Es una alternativa insuperable. Si insistimos en quedarnos con el infierno (o, incluso, con la tierra), no veremos el cielo; si aceptamos el cielo, no podremos guardar ni un solo recuerdo, ni el más pequeño y entrañable, del infierno.
Y yo creo, sin duda, que el hombre que alcance el cielo descubrirá que no ha perdido lo que ha dejado (ni siquiera si se arrancó el ojo derecho), que en el cielo encontrará —mejor de lo que podría esperar—, aguardándole en las «Tierras Altas», el núcleo de lo que realmente buscaba hasta en sus deseos más depravados. En este sentido es verdad que los que hayan completado el viaje, sólo ellos, dirán que el bien es todo y que el cielo está en todas partes. Pero nosotros, en este extremo del camino, no debemos intentar anticipar esa visión retrospectiva. Si lo hacemos, nos exponemos a aceptar la proposición contraria —equivocada y desastrosa— y a suponer que todo es bueno y que en todas partes está el cielo.
¿Y qué hay de la tierra?, se preguntará alguien. Yo creo que cualquiera descubrirá que la tierra no se encuentra, al fin y al cabo, en una situación muy distinta. Considero que, si se elige la tierra en lugar del cielo, resultará que fue, desde el principio, una región del infierno. Pero si se pone en segundo lugar, tras el cielo, resultará que desde el principio fue una parte de éste.
Sólo quedan por decir dos cosas más sobre este libro. En primer lugar, debo expresar mi deuda con un escritor cuyo nombre he olvidado y al que leí hace algunos años en una revista americana muy coloreada que trataba de lo que los americanos llaman «ciencia ficción». El desconocido escritor me sugirió la inquebrantable e irrompible cualidad de mi celestial tema, aunque él utilizaba la imaginación para un propósito diferente y más ingenioso. Su héroe viajaba al pasado, y en el pasado descubrió, muy adecuadamente, gotas de agua que podían atravesarlo como balas y sandwiches que ninguna fuerza podía morder, porque, como es lógico, las cosas pasadas no se pueden cambiar. Yo, con menos originalidad pero igual corrección (eso espero), he trasladado la situación a lo eterno. Pido al escritor de aquella historia, si alguna vez lee estas líneas, que acepte mi reconocimiento agradecido.
En segundo lugar, debo decir lo siguiente. Ruego al lector que no olvide que el libro es una fantasía. Tiene, por supuesto —o yo tengo el propósito de que la tenga—, una enseñanza. Pero las circunstancias transmortales son tan sólo una hipótesis imaginativa. No son ni siquiera una conjetura o una especulación de lo que en realidad puede aguardarnos. Lo último que deseo es despertar verdadera curiosidad por los detalles del más allá.
C. S. LEWIS
abril, 1945.
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