Mística y humanismo
Juan Martin Velasco
PRÓLOGO
A nadie se le oculta la actual situación de crisis de las religiones establecidas, al menos en los países europeos de tradición cristiana. Otra cosa son las interpretaciones y valoraciones que de esa situación ofrecen los teólogos, filósofos y estudiosos de las ciencias de las religiones.
¿Afecta la crisis solo a las instituciones religiosas? Afecta también a las experiencias humanas fundamentales que constituyen la base y el núcleo de los complejos sistemas religiosos? Precisamente porque ven afectado por la crisis el centro mismo de la vida religiosa, que es la experiencia de Dios, numerosos teólogos y maestros espirituales cristianos proponen la recuperación del elemento místico, la experiencia personal de Dios, como única respuesta adecuada por parte de las Iglesias a la radical crisis por la que están atravesando.
Pero ¿es posible la mística en tiempos de eclipse de Dios, de ocultamiento de su presencia, como los que vivimos? ¿Qué formas adoptará la experiencia mística en una situación religiosa como la actual, radicalmente diferente de aquellas en las que vivieron los grandes místicos de otras épocas de la historia?
Por otra parte, a la hora de buscar respuestas a la crisis religiosa, cada vez se destaca más nítidamente, como punto neurálgico de la crisis y, por tanto, de las posibles respuestas a la misma, la cuestión del hombre. Para captar la verdad de esta afirmación y medir su alcance baste señalar que, si durante siglos el problema del hombre recibía de las tradiciones religiosas y de las teologías las aportaciones más significativas para su planteamiento y su solución, ahora son muchos los que se refieren a la capacidad de la teología de dar respuestas a los problemas humanos, y a la capacidad de las religiones para contribuir a la humanización del hombre como criterio de la credibilidad o la insignificancia de las teologías y de las religiones y, por tanto, como razón para su aceptación o su rechazo. Dicho de otra forma: durante siglos, Dios ha sido el fundamento que garantizaba la afirmación y la realización del hombre; hoy, en cambio, el hombre aparece como el criterio y la razón que decide sobre la validez de las religiones y la posibilidad misma de la existencia de Dios.
Porque las cuestiones del hombre y de Dios han estado estrechamente entrelazadas a lo largo de toda la historia; pero hoy la situación de crisis radical –¿de muerte?– de Dios y la conciencia de los muchos peligros que amenazan la supervivencia de la humanidad del hombre hacen de esta relación una cuestión de vida o muerte para los dos únicos protagonistas de la historia. ¿Será verdad que es la muerte de Dios la que ha arrastrado al hombre a una muerte sin remedio y que en una situación de indigencia tan radical como la que padece la humanidad «solo un dios nos puede salvar»? ¿Será, por el contrario, verdad que es la afirmación de Dios a toda costa, sobre todo a costa del hombre, la que conduce inexorablemente a la insignificancia de Dios, a su desaparición del horizonte cultural y social, a su ausencia de la vida de las personas?
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