El Sacrificio del altar
Federico Suárez
INTRODUCCIÓN
Es un principio, si no de validez general, sí un hecho al menos de experiencia que en ninguna ocasión ha dejado de mostrarse útil, que para comprender rectamente una frase es más que conveniente situarla en su contexto. Lo mismo, y aún quizá con mayor razón, puede decirse de un suceso o acontecimiento, pues todos tienen unos antecedentes, van acompañados de ciertas circunstancias y, a su vez, influyen en las circunstancias que los rodean tanto como en lo que posteriormente ocurre.
Al tratar, pues, del santo sacrificio de la Misa, parece oportuno tener en la mente este principio, puesto que no se trata de algo sin conexión; antes al contrario, difícilmente se podrá penetrar en su sentido si no se considera su razón de ser, es decir, sin atender a lo que podemos calificar de antecedentes, de todas las circunstancias que lo rodean y de sus consecuencias.
Hay, además, otra razón: si Cristo es el centro de la Historia, su momento culminante, la plenitud de los tiempos, todo lo anterior es preparación, todo lo posterior, consecuencia. Entonces, siendo el santo sacrificio de la Misa la renovación actual del sacrificio de la Cruz, parece lógico tomar en consideración tanto lo que le precede como lo que le acompaña y circunda, así como su proyección a lo largo del tiempo.
De no ser así, de considerarlo en sí mismo con abstracción de todo lo demás, se corre el peligro de acabar convirtiéndolo en un rito o ceremonia a la que se asiste con cierta pasividad, que no nos dice demasiado y que termina por convertirse en una costumbre con la que se cumple porque es una obligación, obligación cuyo porqué no se alcanza a ver.
La breve y concisa historia de la salvación con que comienza el Canon IV de la Misa puede servir para especificar los acontecimientos que nos van a servir de antecedentes. Dice así:
«Te alabamos, Padre Santo, porque eres grande, porque hiciste todas las cosas con sabiduría y amor. A imagen tuya creaste al hombre, y le encomendaste el universo entero para que, sirviéndote sólo a Ti, su Creador, dominara todo lo creado.
Y cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte: sino que, compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca (…).
Y tanto amaste al mundo, Padre Santo, que al cumplirse la plenitud de los tiempos nos enviaste como Salvador a tu único Hijo (…).
Para cumplir tus designios, Él mismo se entregó a la muerte, y, resucitando, destruyó la muerte y nos dio nueva vida.
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