Henryk Sienkiewicz
Extracto del libro:
Despertó Petronio cerca de mediodía y, como de costumbre, muy cansado. El día anterior había asistido a un banquete ofrecido por Nerón, que se prolongó hasta bien entrada la noche.
Desde hacía cierto tiempo no gozaba de tan buena salud como antes. Por las mañanas se despertaba con un sopor que le imposibilitaba concentrarse. Pero el baño matutino y un concienzudo masaje, efectuado por esclavos especializados, aceleraban la circulación de su sangre, le despertaban y le devolvían las fuerzas. De modo que al salir del oleothesium, que era el último departamento de sus baños, aparecía como nuevo, con los ojos chispeantes de ingenio y de alegría, rejuvenecido, rebosante de vida, elegante y tan distinguido, que el propio Otón no hubiera podido compararse con él, ya que realmente merecía el título que se le había dado de Arbiter Elegantiarum.
Petronio no solía frecuentar los baños públicos, excepto cuando se presentaba en ellos algún orador digno de interés, del que se hablara en la ciudad, o cuando en los ephebias se ejecutaban juegos excepcionalmente interesantes.
Verdad es que su propia insula tenía baños privados, ampliados, arreglados y reparados con tan buen gusto por Céler, el famoso colaborador de Severo, que el propio Nerón reconocía que eran superiores a los imperiales, aun siendo éstos mucho más vastos y de una extraordinaria riqueza.
Petronio, después de ese banquete, en el que se aburrió con las bufonadas de Vatinio, había tomado parte, junto con Nerón, Lucano y Séneca, en una diatriba acerca de si la mujer tenía alma.
Habiéndose levantado tarde, fue a tomar su baño acostumbrado. Dos enormes balneatores le tendieron sobre una mesa de ciprés cubierta con un lienzo egipcio de nívea blancura, y con las manos untadas en aceite de oliva aromático comenzaron a frotarle su bien formado cuerpo. Entretanto, él, con los ojos cerrados, aguardaba que el calor del laconicum y el de las manos de los balneatores penetraran en su cuerpo y desalojaran de él el cansancio.