Acercar los hijos a Dios
Ernesto Juliá
Introducción
Todavía está grabado en mi memoria visual el esplendor de los ojos negros de una madre joven y la mirada que me dirigió cuando, al terminar de bautizar a su primer hijo, le di la enhorabuena porque había traído a la tierra a una criatura que, con la gracia de
Dios y la ayuda suya y de su también joven marido, vería un día a Dios cara a cara.
Ya desde el paraíso, al crear Dios al hombre «varón y mujer» y dar origen así, y en ese instante, a la familia, comenzó esa asombrosa aventura del hombre con Dios y de Dios con el hombre: Dios concede a los padres la capacidad de procrear, y confía en ellos para cuidar de esa porción del «paraíso», que debe ser cada hogar, cada matrimonio, cada familia.
Los hijos de los hombres han sido llamados desde el origen a ser hijos de Dios.
Cuando un padre comenta con un hijo de cuatro años: «Yo soy tu padre aquí en la tierra; en el Cielo tienes otro Padre, que es Dios. Él te quiere mucho. Como me quieres a mí, quiérelo a Él», la familia está haciendo florecer sus raíces de la tierra y del Cielo.
Es de esa tarea, de la labor de reverdecer esas raíces de las relaciones con Dios de cada uno de los hijos que el mismo Dios ha confiado a los padres, de lo que vamos a tratar en estas páginas. Y lo hacemos, bien conscientes de que es en el ámbito familiar donde el niño adquiere las bases para su desarrollo y crecimiento total como hombre, cultural y espiritual, y sobrenatural, como hijo de Dios.
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