Por el Rdo. P. Federico G. Faber
Prefacio del autor
Diez años ha ya que tracé el primer bosquejo de esta obra en San Wilfrido, durante el verano de 1847; y aunque de entonces acá la he revisado varias veces, y más de una la he refundido del todo, no llegado a ser, tal como hoy la publico, hasta la primavera de 1855, porque hasta entonces no estuve seguro de que mi doctrina acerca de la Santísima Virgen fuese ajustada a la sana teología. Así y todo, he tenido inédita la obra, ya completamente acabada, vacilando sobre si la incluiría en un tratado que tenía dispuesto acerca de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, o si la publicaría por separado, pues de todos modos los Dolores de María forman parte de aquel asunto, y me era preciso ver cómo había de ordenarla. Decidíme, al fin, por publicar el presente libro antes de continuar mi proyectada obra sobre la Pasión, creyendo lograr así mejor la armonía apetecible entre uno y otro tratado. Pero aun después de resolverlo así, he tenido que aguardar el turno destinado a este libro en la serie de los que proyectaba publicar, y por eso no ha salido a luz hasta hoy.
Se cumplen ahora doce años de mi ingreso en la antigua Orden de los Servitas, y esto me impone la obligación, que jamás he descuidado, de propagar cuanto me ha sido posible la devoción a los Siete Dolores. Al fundarse en 1849 el Oratorio de Londres, y con el fin de propagar esta devoción, se adoptó, entre otros medios con que se logró cumplidamente, el Rosario de los Siete Dolores, que fue una de las practicas públicas y singulares de aquel Instituto, y la cual, por contarse sin duda entre las más gratas a Nuestra Santa Madre, ciertamente ha producido copiosos frutos de gracias y bendiciones.
No sin gran desconfianza someto, pues, hoy la presente obra al juicio de cuantos se agradan en honrar a la Santísima Virgen, y acrecentar su culto. Anímame, sin embargo, la esperanza de que los lectores de este libro le recorrerán con más holgura que el autor ha sentido al escribirle, y no se verán, como él lo ha estado incesantemente, acosado por un ideal imposible de realizar, luchando con la aflicción que a él le aquejaba cuando, después de haberse esforzado cuanto en su mano estaba en hablar dignamente de María, recelaba siempre haberlo hecho tan mal que hubiera sido mejor no intentarlo siquiera. Pero el amor que ha inspirado esos esfuerzos compensa, en cierto modo, lo imperfecto de la obra.
ORATORIO DE LONDRES, Fiesta de Santo Tomás Gantuariense, 1857.