José Carlos Martín de la Hoz
INTRODUCCIÓN
Hoy día, como en otras épocas de la historia, los cristianos están siendo perseguidos por su fe en muchos lugares del mundo. Este hecho nos sorprende relativamente, pues ya se lo había anunciado Jesucristo a los primeros discípulos en muchas ocasiones y de este modo quedó recogido en las páginas del evangelio: «Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán» (Io 15, 20).
Asimismo, la Iglesia continúa, como ha hecho desde el principio, recogiendo la memoria de los mártires y de los confesores de la fe, así como los testimonios de los favores y gracias que Dios ha obrado por su intercesión. Muchos de ellos, después del estudio de los documentos y de los testimonios de testigos fidedignos, serán elevados a los altares y propuestos al pueblo de Dios como modelos e intercesores. De otros, quizás no podrá probarse su martirio por falta de testigos o por desconocerse su identidad, pero quedarán en la memoria de la Iglesia y, sobre todo, en la presencia de Dios, como fieles hijos que por su identificación con Cristo llegaron a la bienaventuranza.
También existen actualmente confesores de la fe, es decir, cristianos que son perseguidos por odio a la fe y que perseveran en su fidelidad a Dios antes que traicionarle, aunque sin morir. Su ejemplo de vida también es recogido por la Iglesia en los procesos de vida, virtudes y fama de santidad, que pueden concluir con su inclusión en el catálogo de los santos y propuestos como modelos e intercesores para el entero pueblo de Dios.
Finalmente, en la actualidad, se dan persecuciones solapadas e insidiosas por parte de otros ciudadanos, o de familiares o amigos. Es lo que ahora se denomina mobbing o cristofobia, que recuerda al cristiano que si vive su fe con coherencia será, como Cristo, «signo de contradicción» (Lc 2,34).
Revisar, aunque sea someramente, algunas de las persecuciones a las que fueron sometidos los cristianos a lo largo de la historia de la Iglesia puede ayudar hoy a llevar con paciencia y confianza esas pruebas que Dios permite. Principalmente, a perseverar con la seguridad de que, con la prueba, llega también la gracia y la ayuda del cielo para sobrellevarla. Y, además, si la persecución es dura, más abundante será la gracia. Además, el cristiano puede así aprender que el fin de la vida es identificarse con Cristo y no hay mayor identificación que tomar como Él la cruz de la persecución.
Recordemos que desde los primeros siglos, la Iglesia ha insistido en evitar presentarse voluntariamente al martirio, pues eso sería atribuirse una gracia muy especial de Dios que es la gracia martirial. Pero el cristiano tampoco puede esconder el don de la fe. Su vida ejemplar será luz para muchos y ocasión de calumnia y persecución para otros.
Parafraseando aquella expresión tan querida por los Padres de la Iglesia, referida a los comentarios de los paganos sobre el cristianismo naciente: «Mirad cómo se aman» (Tertuliano, 1996: 39), también ahora personas honradas de buena voluntad exclamarán: «Mirad cómo les persiguen», quizá desconcertadas de que en una sociedad democrática, con el desarrollo de los derechos humanos, pueda darse esa intolerancia.
A lo largo de las siguientes páginas, hablaremos de los primeros mártires y de las persecuciones romanas, deteniéndonos en sus causas y también en la fuerza que les daba el alimento eucarístico para sobrellevarlas. Enseguida trataremos de la persecución de los intelectuales, y del esfuerzo de los pensadores cristianos para dar razones de su fe. Asimismo, tendremos que referirnos a la persecución de Constantino favoreciendo la herejía arriana, y a las luchas contra las imágenes sagradas que se desataron en Constantinopla en el siglo VII, pues desde el siglo IV el poder civil ha tendido a inmiscuirse en la vida de la Iglesia con el fin de dominarla.
También, miraremos el mundo islámico en la Córdoba del siglo IX, para narrar las controvertidas muertes de los mártires de aquella ciudad. Hablaremos de América, de Japón y de África, donde tantos cristianos regaron con su sangre las que ahora son zonas florecientes del cristianismo.
También revisaremos cómo los sacramentos, como medios de santificación entregados por Jesucristo a su Iglesia, han sido perseguidos a lo largo de la historia. No podía faltar tampoco una referencia a las dificultades acerca del celibato sacerdotal, una de las joyas mejor guardadas del catolicismo.
Finalmente, dedicaremos nuestra atención a las persecuciones derivadas de las ideologías: los liberales del XIX, el comunismo y el nazismo del XX. Llegaremos finalmente al siglo XXI, donde la Iglesia martirial sigue viva.
Este libro, escrito mientras se desarrollaba el año de la fe convocado por Benedicto XVI y clausurado por el papa Francisco, desea servir de ayuda para fortalecer la fe de los cristianos, tanto en tiempos de bonanza como de dificultad.
Si hay algo palmario de las persecuciones a lo largo de la historia es cómo los cristianos procuraban perdonar a sus perseguidores. Así pues, solo desde el ángulo de una fe vivida como encuentro personal con Jesucristo brotarán sus mismas palabras: «Cuando llegaron al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí a él y a los ladrones, uno a la derecha y otro a la izquierda. Y Jesús decía: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”» (Lc 23, 33-34).
Con el encuentro personal con Cristo el cristiano puede seguir ahondando en la fe, como recordaba el papa Francisco en su primera encíclica: «Deseo hablar precisamente de esta luz de la fe para que crezca e ilumine el presente, y llegue a convertirse en estrella que muestre el horizonte de nuestro camino en un tiempo en el que el hombre tiene, especialmente, necesidad de luz» (papa Francisco, 2013: n. 4).
Al presentar este trabajo, recordemos que la Iglesia a lo largo de la historia ha procurado responder a la persecución con abundancia de amor, de caridad, con mayores afanes de dar la fe que posee.
Las persecuciones son prueba de que el cristiano está haciendo una obra de Dios: su santificación. De ahí que Juan Pablo II animara a realizar los martirologios del pasado siglo: «En este siglo, como en otras épocas de la historia, hombres y mujeres consagrados han dado testimonio de Cristo, el Señor, con la entrega de la propia vida. Son miles los que, obligados a vivir en clandestinidad por regímenes totalitarios o grupos violentos, obstaculizados en las actividades misioneras, en la ayuda a los pobres, en la asistencia a los enfermos y marginados, han vivido y viven su consagración con largos y heroicos padecimientos, llegando frecuentemente a dar su sangre, en perfecta conformación con Cristo crucificado. La Iglesia ha reconocido ya oficialmente la santidad de algunos de ellos y los honra como mártires de Cristo, que nos iluminan con su ejemplo, interceden por nuestra fidelidad y nos esperan en la gloria. Es de desear vivamente que permanezca en la conciencia de la Iglesia la memoria de tantos testigos de la fe, como incentivo para su celebración y su imitación» (Juan Pablo II, 1996: n. 86).
JOSÉ CARLOS MARTÍN DE LA HOZ
Madrid-Split, 9-V-2014