Jan Dobraczynski
CARTA PRIMERA
Esta enfermedad. Justo, me está destrozando. Antes yo era un hombre lleno de energía, sabia mostrarme suave y comprensivo con los que me rodeaban. No sentía esta continua irritación e impaciencia, esta insoportable necesidad de quejarme sin cesar a los demás. Solamente ahora descubro en mí estas desagradables características del ser perseguido, que como una vid silvestre desea trepar sobre cualquier seto y está resentida contra todos porque ninguna la acerca al sol tanto como ella desearía. ¡Antes sabía negarme a tantas cosas! Hoy apenas cumplo los ayunos prescritos. También reconozco que me estoy volviendo intolerante con los demás. Cada vez me siento más alejado de mis haberim del Gran Consejo. Me aburren mortalmente sus inacabables disputas sobre el tema de las purificaciones y sus discusiones sobre las nuevas halakás. Todas estas cuestiones me son cada día más indiferentes. Se puede pasar toda una vida cumpliendo escrupulosamente las prescripciones y, sin embargo, no recibir nada a cambio… ¿Por qué ha tenido que ser ella precisamente la víctima de esta enfermedad? Toda la Ley se resume en las palabras del salmo: «Haz, hombre, lo que te mande el Altísimo y Él nunca te abandonará.» Nunca… No hay muchos hombres que hayan ayunado, observado la pureza, hecho ofrendas y meditado las halakás y hagadás tan tenazmente como yo. Aquí falla algo. No son tantos mis pecados como para que el Altísimo tenga que castigarme por ellos con una desgracia tan horrible. Es verdad que las Escrituras narran la historia de Job… Pero aquel idumeo, en primer lugar, no era fiel, y en segundo lugar no sabía cómo se sirve al todopoderoso Sekiná. Se obstinaba en no querer reconocer que toda persona peca si no vigila, constantemente y sin descanso, la pureza de sus pensamientos y de sus actos. Y, además, el Altísimo le hizo sufrir a él mismo y no a alguien que le fuera tan querido como lo es Rut para mí. La enfermedad es una cosa horrible: a menudo veo estas repugnantes y retorcidas criaturas que viven en las grietas de la vieja muralla cerca de la puerta Esterquilinia. Pero contemplar, cruzado de brazos, cómo la enfermedad devora el cuerpo del ser más querido, es algo a lo que es imposible resignarse.
Con quienquiera que hable he de mencionarlo. Dentro de poco la gente huirá de mí como de quien contagia tristeza, igual que hay quien contagia la lepra o la enfermedad egipcia de los ojos. Sólo una cosa me salva: mi trabajo. Creando hagadás y comentando en ellas la grandeza del Innominable, busco el olvido como en el vino. Sé que se habla de ellas con creciente interés. Los comentarios que llegan hasta mí me sirven de cierto consuelo. Pero, junto con las alabanzas, recibo también críticas, y éstas me hieren de un modo particularmente doloroso. La gente parece no comprender que mientras vivo la enfermedad de Rut sólo puedo hablar con palabras duras que no admiten paliativo. Si a veces se me ocurre una palabra impropia, no lo bastante fuerte, qué remedio… Con más frecuencia cada vez me digo: «qué remedio», y con esta expresión, a modo de escudo, protejo mi corazón ensangrentado. Entonces me siento como una tortuga que ha escondido la cabeza y las patas bajo su caparazón y prefiere no moverse antes que exponerse a un contacto doloroso. Anteriormente, cuando pronunciaba dicha frase, ésta significaba que el asunto era importante y que ningún sacrificio sería excesivo para solucionarlo. Hoy mi «qué remedio» significa: más vale ignorar las cuestiones más importantes que tener que sufrir más aún. Pero, a decir verdad, ¿cómo se puede sufrir más aún? ¿Acaso no ha colmado la medida del dolor humano aquel que por miedo a ulteriores sufrimientos se siente ya incapaz de defender nada?