Paloma Gómez Borrero
Así llegó Benedicto XVI
Los últimos días de Juan Pablo II
Las condiciones de salud de Juan Pablo II empezaron a decaer agudamente a finales del año 2004. Todos sabíamos que su voluntad y su vocación de servicio ya no podrían tirar mucho más de un cuerpo que se iba consumiendo por las enfermedades. La restricción del habla, que ahora se sumaba a sus muchas dolencias, era, además de un empeoramiento de sus condiciones, una profunda limitación para quien tenía el diálogo y la comunicación por bandera. Mis fuentes médicas vaticanas me explicaban que el párkinson se había extendido a los músculos respiratorios, que no conseguían expandirse y llevar aire a los pulmones y las cuerdas vocales, poniendo así en riesgo la función respiratoria e incluso la de masticar.
La noche del 24 de febrero de 2005 el papa fue internado en el policlínico Gemelli por segunda vez en pocos días. Sobre todo como precaución frente a un conato de ahogo que había sufrido, y ante la posibilidad de que un obstáculo le obstruyera las vías respiratorias. Aun así, el anuncio de la posterior traqueotomía y la inserción de una cánula nos echó un nuevo peso en el corazón. Cierto que médicamente era una buena solución, pues liberaba el paso del aire y no perjudicaba necesariamente su actividad. Sin embargo, al mismo tiempo suponía dejar más abierto a las infecciones el tejido interno. Poco después se supo que además se le había puesto una sonda nasogástrica porque tenía muchas dificultades para ingerir alimentación sólida. Y qué decir de las dificultades para comunicarse, que nos angustiaban a todos, y a él en primer lugar. Pudo hablar desde el propio hospital tras el ángelus del 13 de marzo, pero cuando el miércoles 30 salió a su ventana de San Pedro no fue capaz de articular una palabra audible en cinco minutos y cuatro segundos que estuvo asomado. Sin embargo, el mensaje, terrible, descorazonador, nos llegó clarísimo a todos. Era una despedida.
Ya no volvimos a verle. Sabemos ahora que nunca perdió el conocimiento. No pasó de él aquel amargo cáliz. El fiel Stanisław Dziwisz no le dejó ni durante el sueño, le cambiaba de posición en la cama cada hora para aliviar sus dolores, y le hablaba como siempre en polaco, su lengua primera y la última que le acompañó hasta el final. El viernes 1 de abril se nos dijo que el papa «había asistido a la misa en su habitación», frase que descifrada del vaticanés significaba que ya no podía concelebrarla como siempre. Desde aquella tarde una pequeña muchedumbre, sobre todo de jóvenes, montó una improvisada vigilia bajo su balcón, y sus cánticos alcanzaron el lecho del moribundo: «Os he buscado, y ahora habéis venido a mí. Os lo agradezco», fue la frase que nos refirió Joaquín Navarro-Valls. Y así conoció que la misma juventud que le había aclamado en cada visita venía a darle ánimos en la hora final.
«Juan Pablo II ya ve y toca al Señor», había dicho el cardenal Camillo Ruini, presidente de la Conferencia Episcopal Italiana. Así lo decía él mismo, porque las últimas palabras que nos dejó ya no pedían más que una cosa: «Dejadme ir a la casa del Padre». Así llegó el sábado 2 de abril, primero del mes y segunda víspera de la Divina Misericordia, a la que tanta devoción tenía, con medio mundo pendiente de la plaza de San Pedro. Anochecía y yo estaba trabajando en el estudio montado por TV Azteca de México, en un edificio de la plaza del Risorgimento con una espléndida y estratégica terraza frente al palacio apostólico. Iba a enviar mi crónica radiofónica de aquella espera inevitable poco después de las 21.30 horas cuando, de repente, todas las luces de la habitación del papa se encendieron, como un faro que diera noticia de un naufragio.
Ya no había que preocuparse en no molestar a un enfermo.
Mientras yo llamaba frenéticamente por teléfono a la COPE, la agencia italiana ANSA ponía por escrito la noticia en su teletipo. Monseñor Leonardo Sandri, que había sido «la voz del papa» en aquellos últimos tiempos, y que dirigía en aquel momento el rezo del rosario en San Pedro, fue quien envió al mundo entero las palabras que reflejaban el sentimiento de todos: «Nuestro amado Santo Padre Juan Pablo ha vuelto a la Casa del Padre».