De los nombres divinos
Dionisio de Areopagita
I
Habiendo dado estas explicaciones, es el momento de pasar a este atributo de la bondad, que los teólogos reconocen excelentemente y sobre todo en la divinidad adorable, cuando afirman, creo, que la bondad es la esencia misma de Dios, y que por esto mismo lo que es bueno sustancialmente y por naturaleza, derrama bondad sobre todos los seres. Pues, como el sol material, sin que lo comprenda o lo quiera, pero por el solo hecho de su existencia, alumbra todas las cosas que por su condición hace susceptibles de su luz, lo mismo lo bueno –que sobrepasa tan eminentemente al sol, como un original, por el solo hecho de ser, supera a la pálida copia que se obtiene de él– derrama sobre todos los seres tanto como son capaces de ello, la suave influencia de sus rayos. Es de ahí que se producen las naturalezas, potencias y perfecciones inteligibles e inteligentes, es de ahí que subsisten y poseen una vida eterna, inalterable; que están libradas de la corrupción, de la muerte, de la materia y de la generación; que escapan a la inestabilidad, a la decadencia, a los cambios perpetuos. De ahí, son inteligibles, en razón de su perfecta inmaterialidad; y espíritus puros, son sobrehumanamente inteligentes, iluminadas tocando las razones propias de las cosas, y transmitiendo la luz recibida a las demás sustancias angélicas. Aquí aún, encuentran su permanencia y firmeza, su conservación, la protección y un asilo seguro, se fortalecen en la existencia y en la felicidad por el deseo que tienen de esta bondad suprema, y, aplicándose a imitarla tanto como es posible, adquieren su semejanza, y, según el precepto divino, comunican a los rangos inferiores los beneficios dichosos con los que fueron colmadas las primeras.
II
De aquí esos espíritus tienen su celeste ordenación, su fraternal unión, la facultad de penetrarse recíprocamente sin confundirse jamás, la fuerza que atrae a los inferiores tras los superiores, y la providencia amiga que éstos ejercen hacia aquéllos, el cuidado con el cual cada uno se mantiene en su propio grado, la actividad con la cual, sin salir de sí mismos, exploran lo que les rodea, su inmutable y soberano amor por la bondad infinita, y todas estas perfecciones de las que hablo en nuestro libro de los Ordenes angélicos y de sus propiedades. Igualmente todo lo que constituye la jerarquía celeste, la purificación, la iluminación y la perfección tal como se cumplen en la sublime naturaleza de los ángeles, todo esto les ha sido deparado por la bondad fecunda que produjo el universo. Es por esta bondad primera que son buenos: bondad misteriosa de la que son la viva expresión, y que les creó ángeles, es decir mensajeros del silencio divino, y antorchas luminosas situadas en el vestíbulo del templo donde se esconde la divinidad. Después de estas inteligencias santas y venerables, las almas y todas las riquezas de las almas emanan de la incomparable bondad. Es por ella, en efecto, que las almas están dotadas de entendimiento, que tienen una vida subsistente e incorruptible, que están llamadas a parecerse a los ángeles y pueden ser conducidas por el generoso ministerio de estos guías sagrados hacia el manantial infinito de todos los bienes, y participar, según la medida de sus fuerzas respectivas, en las iluminaciones que descienden del seno de Dios y en la felicidad de conformarse a la bondad original: es de aquí, que sacan todos los bienes que hemos enumerado en el tratado del Alma.
Luego, si hay que hablar de las almas irracionales, de los animales, los que cruzan el aire, los que andan o se arrastran sobre la tierra, los que nadan por las aguas o son anfibios, los que viven ocultos o enterrados bajo tierra, todo lo que tiene sensibilidad y vida: todo fue animado y vivificado por esta bondad soberana. Ella da a las plantas esta vida de la cual se alimentan y vegetan; es ella, por fin, la que da a todo lo que no tiene ni alma ni vida, el existir y ser sustancia.
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