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El enigma de la belleza. Ensayos estéticos

Alfonso López Quintás

Introducción

Nos impresiona observar cuántas formas hay de belleza, y cómo nos elevan el ánimo y nos reconcilian con la vida en momentos de desánimo, cuando nada sonríe y parecen secarse las fuentes del buen humor. Entonces leemos, por ejemplo, las primeras frases de la Plegaria iroquesa:

«¡Oh Gran Espíritu que estás en el viento,

escúchame!

Déjame contemplar la belleza del alba

y de los ocasos rojos…».

Y nos parece entrar en un ámbito de luz, que nos conforta.

O bien recordamos las palabras sencillas de la Plegaria del pescador bretón, que, impresionado al salir al océano con su pobre barquilla, dice algo tan esencial como esto:

«¡Dios mío, sé bueno conmigo!

¡La mar es tan extensa

y mi bote tan pequeño…!».

Aquí están, bien claras, tres realidades esenciales: el mar inmenso, con su grandeza y sus temibles riesgos; en él, como un punto minúsculo, el pescador con su frágil bote, y, encima de ambos, el Dios infinito y providente. No se puede expresar nada más grande con medios tan escasos y humildes. De ahí la gracia indefinible, es decir el encanto de esta sencilla plegaria. Nadie dudará de su belleza. Pero ¿sabrá alguien definirla?

Un pastor solitario entona en el campo una sencilla melodía. Es elemental –apenas treinta notas–, pero transforma la agobiante soledad en un mundo mágico. Esa simple melodía inserta al humilde campesino en el vibrante mundo de la música. Y la repite sin cesar para tener la sensación consoladora de que vive creativamente el mundo de la belleza. Él no sabe qué es la belleza, ni le preocupa, pero se adentra gozosamente en su ámbito y se deja llevar de su impulso siempre nuevo, que llena su alma de ánimo hasta los bordes.

Vais caminando por el campo en grupo. Se hace largo y costoso el camino. Entonad una melodía: por ejemplo la que impulsa el último tiempo de la Sinfonía Pastoral de Beethoven. Veréis que el campo se transforma y el camino se hace leve. La belleza no solo agrada; transfigura, consuela, eleva de nivel. Pero ¿qué es exactamente la belleza?

Hace siglos, en un golpe de genialidad, Platón propuso esta pregunta a un pueblo asombrado de su capacidad de engendrar obras en la belleza: obras musicales, escultóricas, arquitectónicas, literarias… Los griegos desbordaban arte de primerísima calidad, pero ¿sabían, acaso, lo que es la belleza, “eso que hace bellas todas las cosas”, según Platón? El sofista Hipias fracasó en su intento de dar una respuesta contundente. A base de preguntas bien encadenadas, Sócrates logró ridiculizar su autosuficiencia. Al verse arrinconado y sin salida airosa, pidió impaciente a Sócrates que respondiera él de una vez a la pregunta que había planteado: “Qué es la belleza”. Tampoco yo sé decirlo de golpe –respondió Sócrates–, y esto me cuesta muchos reproches, pero no hemos perdido el tiempo con esta larga conversación dubitante; yo, al menos, he logrado comprender lo que dice el proverbio: “¡Lo bello es difícil!” (Hipias major 304 d).

Los artistas crean obras en la belleza

Durante siglos, los grandes artistas buscaron ansiosamente crear obras en la belleza. Eran conscientes, como los antiguos griegos, de que ni siquiera los más dotados crean la belleza. Crean obras merced a la energía que irradia la belleza misma. Y se sienten mediadores de la belleza, intérpretes de ella, transmisores de su mensaje radiante y consolador. Pero la belleza no la crean; la reciben como un don de lo alto.


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