El hijo pródigo. El que busca a Dios, lo encuentra
Antonio Pavía
Prólogo
Servidumbre
o estar con Dios
Lucas inicia el capítulo quince de su evangelio presentando dos grupos de personas con dos actitudes diferentes ante la Palabra que sale de la boca del Hijo de Dios.
El primer grupo está representado por los publicanos y pecadores que «se acercaban a Él para oírle». Son pecadores pero, al menos en un aspecto, no viven en el engaño, ya que son conscientes de que su vida discurre al margen de Dios. Sin embargo, se acercan para oír a Jesús. Podríamos pensar que el motivo de su presencia fuera la curiosidad. Sea como fuera, es un acercarse desde la debilidad.
En el mismo pasaje encontramos al segundo grupo de personas. Son los escribas y fariseos que también se acercaron y «murmuraban diciendo: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”». A continuación, Jesús anuncia la misericordia de Dios por medio de tres parábolas: La oveja perdida, la dracma perdida y la que constituye el tema del presente libro: El hijo pródigo.
El primer protagonista de esta parábola no está a gusto en la casa de su padre; da la impresión de que se asfixia, necesita otros horizontes; por lo que, descontento y, más aún, desencontrado consigo mismo, decide realizar sus sueños, llevar adelante otro proyecto de vida. Llama la atención que su padre no intenta retenerle, no interfiere en ese campo tan genuino y personal que es su propia libertad. El mismo padre, celoso de su paternidad, se manifiesta también celoso de la libertad de su hijo, respetando y dejando crecer sus alas.
Este, al que conocemos como el hijo pródigo, ha encontrado sus horizontes idílicos. La casa de su padre no es ya sino un vago recuerdo. No obstante, llega un momento en su existencia en que su proyecto acariciado, soñado y llevado a cabo no da más de sí. Es más, empieza a estrecharse. Los amplios sueños diseñados por su mente se encorsetan de forma progresiva hasta tocar fondo, y toma conciencia de su postración cuando se ve en la necesidad de competir con los cerdos para saciar su estómago.
Su condición le ubica de por sí en el grupo de los publicanos y pecadores. Desde su debilidad, deja fluir de su interior la luz de una palabra: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia mientras que yo aquí me muero de hambre!». E impulsado por esta luz, nuestro hombre hace la gran apuesta de su vida. Va a apostar por la luz recibida con una carta vencedora, la única carta con la que el hombre vence a Dios. La carta que abre el seno de todas las misericordias de Dios. ¿Qué carta es esta? Presentarse ante su padre sin excusas ni méritos: «Ya no merezco llamarme hijo tuyo…».
¡Cuántas veces rechazaría esta insinuación que pujaba por asomar desde sus entrañas! Insinuación que no es sino Dios que habla al hombre. Es un hablar amando y salvando.
He aquí el misterio de la relación de Dios con el hombre, incomprensible para muchísimas personas: La apuesta audaz de los débiles, de los perdedores, de los fracasados actúa, como mano de prestidigitador, robando el corazón a Dios. Es la apuesta siempre vencedora.
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