El Hombre y La Religión
Juan Martin Velasco
PRÓLOGO
El estudio moderno del fenómeno religioso nació y se ha desarrollado en estrecha conexión con el estudio del fenómeno humano. La razón inmediata es sencilla: las religiones han acompañado todas las etapas de la historia humana; han modelado la vida y la cultura de los pueblos; han dejado su huella en las lenguas de la humanidad; se han manifestado en las grandes creaciones artísticas; se han mezclado con los avatares de la política. A eso se refería Ortega y Gasset cuando, comentando una expresión de Goethe, escribió que la emoción de lo divino ha sido el hogar de la cultura y probablemente lo será siempre. De ahí que, aunque a partir de la crisis del teísmo filosófico y de las sucesivas críticas al proyecto de cualquier teología se considerase tarea aventurada pensar y hablar sobre Dios, la necesidad de progresar en el conocimiento del fenómeno humana no exigiera de las ciencias del hombre incorporar a su estudio ese conjunto de hechos históricos que los estudiosos occidentales han venido designando con el término «religión».
Las explicaciones de este hecho innegable han sido muy variadas. Para los pensadores creyentes, la creación del hombre por Dios a su imagen y semejanza y la revelación a la humanidad de su palabra y su voluntad habría desencadenado una historia cuyas peripecias mundanas estaban orientadas por un designio salvífico que la convierte en historia religiosa y en historia de la salvación.
Para quienes leían esa historia con los ojos de la razón crítica, las manifestaciones religiosas reflejan tan perfectamente la condición humana y las circunstancias históricas y culturales por las que ha pasado que resulta inevitable ver la historia de las religiones como una creación del hombre, como un reflejo de sus preocupaciones y preguntas, y, sobre todo, de sus miedos e ignorancias.
La historia de las religiones confirma, desde luego, que las religiones son un producto del hombre. Todas ellas aparecen como suntuosas construcciones simbólicas —un sociólogo e historiador del cristianismo primitivo lo ha descrito como una gran «catedral semiótica» levantada por las primeras comunidades cristianas— que reflejan los recursos mentales, sociales, políticos y culturales de que disponían los grupos humanos que han vivido en su interior. En esto tenía razón Jenófanes, cuando observaba que los dioses de los etíopes y los de los tracios reflejaban la forma de ser de sus adoradores De hecho, en los capítulos de este libro dedicados a las representaciones del Misterio y a la variedad de los ritos aparece con claridad que todos los sistemas cultuales y todas las teologías, desde las más elementales a las más desarrolladas, desde las más originarias —aquellas en las que se asiste al despuntar de los símbolos— a las más elaboradas —sometidas a un arduo trabajo conceptual— reflejan la mentalidad y la cultura de quienes las han producido.
Por eso resulta indispensable someter a interpretación crítica las explicaciones teológicas que hacen derivarse directamente los complejos sistemas religiosos de una revelación «sobrenatural», de una molitiva divina que los habría establecido hasta en sus últimos detalles y los habría comunicado perfectamente elaborados a los creyentes para su aceptación puramente pasiva.
Sin embargo, la condición simbólica de todas las construcciones religiosas y de todos los elementos que las integran, y el hecho de que las generaciones de hombres y mujeres hayan vivido permanentemente cobijadas en su interior, hace pensar que, siendo hechura humana, los sistemas religiosos no se explican adecuadamente si se los reduce a eso. Porque, si es verdad que los significantes de los símbolos religiosos responden a los mundos y las culturas en que han nacido, también es verdad que, explicada la «materialidad de las representaciones», queda pendiente la cuestión de por qué el hombre de todos los tiempos ha sentido la necesidad de recurrir a esas representaciones para significar un más allá, un plus de realidad y de significación por el que se encuentra habitado, que él sabe que no agota y al que no puede dejar de remitir.
Los muchos sistemas que componen el complejísimo fenómeno religioso en su enorme variedad de formas pueden, por eso, reflejar, además de la variedad de historias y culturas de la humanidad, una condición humana, un conjunto de «invariantes humanas» que descansan en última instancia en una dimensión de profundidad que la emparentan con el Misterio elusivamente presente en su interior y con el que sólo puede entrar en contacto reflejándolo en las más variadas realidades de su mundo, a las que convierte en símbolos, en hierofanías. Como se dice de la estatuilla de una divinidad mesopotámica, de la religión, del conjunto de sus mediaciones, se puede decir: «Hecha por el hombre, creada por el Dios».
En este parentesco del hombre con lo divino, en esta condición teándrica de la persona tenemos, pues, la razón última del estrecho parentesco entre el fenómeno religioso y el fenómeno humano y la última explicación de lo mucho que las ciencias de las religiones pueden aportar al conocimiento del fenómeno humano cuando se trata de llegar a los niveles de ultimidad y profundidad que le son propios.
Una interpretación del hombre y de la religión de este estilo choca con el hecho de la actual crisis de las religiones, la secularización de la sociedad y la cultura y la consiguiente «salida de la religión», sobre todo a escala social. Tales hechos parecen poner en cuestión el enraizamiento de la religión en la condición humana y el futuro de ese homo religiosus que hemos pretendido identificar a lo largo de la historia. De ahí que nuestra exposición los tenga en cuenta e intente responder al desafío que suponen para las religiones.
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