El Medievo Cristiano
Mario Merlino
UNA EDAD CON PRINCIPIO Y FIN
La Edad Media ha sido la Cenicienta y el cajón de sastre de los historiadores. No tenía la nebulosa lejanía de la antigüedad, ni la luminosidad, a veces cegadora, de los tiempos modernos. Quedaba «en el medio» (de ahí su nombre), como un tiempo de pasaje, de transición. En otro sentido, recibió, con noble indiferencia, los ataques de los ilustrados, que vieron en ella el modelo de tiempo siniestro, oscurantista y fanático.
Hoy podemos contemplar los tiempos medievales con mayor placidez. Vemos que no son, precisamente, un intermedio. Tienen principio y fin, y hasta una división interna que desciende desde la Alta a la Baja Edad Media. Y, bien mirados, son los únicos siglos encerrados entre fronteras temporales precisas. No vienen desde inciertos orígenes, como la era primordial, ni van hacia destinos inciertos, como la modernidad.
Para España —mejor dicho: para el escenario español, ya que el Estado hispánico sólo comenzó a existir a fines del medievo—, esta edad es, tal vez, la más prolífica en encuentro, mezcla, guerra y colaboración de civilizaciones. Por ella ingresan en la Península los godos, trayendo el aporte germánico, y los árabes, con su herencia propia y lo que transportaban desde Oriente y Grecia. Florece la cultura judía peninsular, y Cataluña, coronada en Aragón, se liga al desarrollo del Mediterráneo clásico: el sur de Francia, la Italia austral, Grecia y Palestina. A todos estos componentes debemos agregar todas las complejas raíces étnicas anteriores a Roma y el propio elemento hispanorromano.
La Edad Media hispánica, pues, es un tiempo de apertura, bastante distinto, por cierto, a la tradición de autarquía y encierro que caracterizará buena parte de la historia española a partir de los tiempos modernos.
Historiarla con vivacidad ofrece, en cambio, peculiares dificultades. El medievo es, sobre todo, un sistema de cultura oral y tradicional. Los testimonios escritos sólo recogen una estrecha franja de materiales. El resto se vivió para el olvido o debe apelar a la imaginación del historiador, que tiene unos límites que la ficción literaria desconoce, pero que el medievalista debe respetar.
Toda historia panorámica de esta edad es, en consecuencia, fragmentaria. La narración va de un tema a otro, saltando sobre espacios vacíos, como quien recorriera un archipiélago histórico. Sobremanera si lo que se pretende es, como en este libro, descubrir las entrelíneas de un discurso que la historia ha tejido a lo largo de mil años redondos: desde la llegada de los godos hasta la expulsión de los judíos.
Otro aspecto relevante de un viaje hacia los tiempos medios es la comparación que podemos hacer, sin excesivo esfuerzo, entre el modelo de sociedad que proponen y las actuales organizaciones industriales avanzadas.
Anacrónicamente, la sociedad medieval, en su plenitud de forma, se nos muestra como «reaccionaria» y «autoritaria». No es difícil ver por qué, entonces, hacia ella han mirado, con entusiasmo, todos los pensadores retrógrados de la modernidad. Pero insistimos: es una consideración anacrónica. Así como los hombres del medievo desconocían nuestro desarrollo social y nuestro arsenal tecnológico, también desconocían categorías mentales como «progreso», «revolución», «reacción», etc. No se puede definir al medievo, por ejemplo, como un tiempo en que se ignoraba la existencia del avión o de la televisión.
No obstante, cuando hacemos vivir el pasado en lo que tiene de presente —y ésa es la tarea última del historiador, y no la de «revivir el pasado» en cuanto tal— no podemos menos que mirar los tiempos medievales como un espejo del autoritarismo contemporáneo.
En la Edad Media no existe, siquiera, la noción de «tiempo histórico», o sea, la línea que fluye continuamente desde el pasado al futuro, acaso en dirección a un objetivo y pasando de una etapa a la siguiente. La sociedad es una estructura estática, inmóvil, en que todo ha sido dado: los estamentos sociales (que no las clases), las jerarquías inamovibles, las verdades reveladas, las tareas a cumplir, los castigos y las recompensas. Entre los estamentos no hay auténtico contacto, ni, menos aún, mezcla. No existe la movilidad social ni la posibilidad de pasar de un espacio social a otro. La sociedad medieval es, además, una sociedad teológica: la verdad existe, pues la han revelado las Escrituras, y nada queda al hombre por saber, o sea, por dudar, por sospechar, por investigar, por preguntar. El error es, a la vez, pecado y delito. Quien no cree, merece la hoguera de este mundo y el infierno del otro.
Un ritualismo total rige todas las horas del hombre, teñidas de algo sagrado y en contacto constante con seres sobrenaturales, ángeles, demonios, íncubos y santidades. Nunca se está solo, ni aislado. Hay ritos hasta para dormir y para morirse. El apartamiento es sólo ilusorio. Cuando nadie nos ve, Dios nos ve y nos escucha, un Dios frecuentemente terrible. Y si pretendemos escapar a sus leyes naturales, nos pueden alcanzar sus prodigios y milagros.
Desde luego, el cuadro que precede es un esquema. Pretende simplificar las notas características de la sociedad medieval en su plenitud, y como si el tiempo no corriera. Pero lo cierto es que, «negando» la historia, la Edad Media ha cumplido su historia. Se ha desarrollado y ha perecido. Dentro del rígido orden medieval bullían elementos contradictorios, que llevaron el sistema a la plenitud y a la crisis. De su seno surgieron los protagonistas de su liquidación. Ahora podemos contar la segura sucesión de sus siglos. Y hasta reivindicar a los numerosos heterodoxos y heréticos que en ellos vivieron.
En el escenario español, el medievo tiene sus peculiaridades. No exhibe un desarrollo homogéneo en el centro y en la periferia. Castilla y León son atípicos, frente a Aragón, Cataluña y Navarra, que cumplen un ciclo muy parecido al del feudalismo transpirenaico. La hegemonía castellana será el triunfo de lo atípico, y caracterizará muchos siglos de historia española como tales. Por ello tiene subido interés ver cómo vivieron los «españoles inmediatamente anteriores a España», para entender lo confuso, vacilante y peculiar de su vida posterior.
Deliberadamente, quedan fuera de este libro tanto árabes como judíos, cuya historia informal será objeto de sendos volúmenes de esta colección.
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