Ernesto Juliá
INTRODUCCIÓN
El anochecer estaba abriéndose camino. Para concluir unos trabajos, entré en una habitación amplia y bien aireada, que servía de despacho múltiple. En un ángulo, a la luz de un crepúsculo ya iniciado, Josemaría Escrivá estaba solo, en silencio, recogido en sus pensamientos, en sus oraciones.
Hice ademán de marcharme y no interrumpir aquellos instantes de sosiego. Josemaría Escrivá me sugirió que me quedase con él, que le hiciese compañía.
Pasaron apenas unos minutos y comenzó a hablar y a hacerme partícipe de sus reflexiones. Estaba considerando el pasaje del Evangelio de San Lucas que recoge la reacción y las palabras de Pedro, arrodillado ante Cristo después de la primera pesca milagrosa: «Apártate de mí, Señor, porque soy un hombre pecador».
Josemaría Escrivá comentó que comprendía el estado de ánimo de San Pedro, deslumbrado por el milagro que acaba de contemplar, y que, a la vez, se daba cuenta de que él no podría decir al Señor nada semejante. La razón era clara: si se alejaba de Cristo, que era la Palabra y tenía palabras de vida eterna, ¿a quién iría?
Josemaría Escrivá ha sido un hombre que ha deseado, que ha buscado y a quien se le ha concedido, donado, caminar con Cristo por los caminos de la tierra, todos los días de su vida. De «contemplativo itinerante», de «santo de lo cotidiano» le calificó Juan Pablo II el día en que lo beatificó.