El secreto del padre Brown
G. K. Chesterton
Flambeau, que en un tiempo fue el criminal más famoso de Francia y más tarde detective privadísimo en Inglaterra, hacía ya, por el presente, bastante tiempo que se había retirado de ambas profesiones. Personas hay que opinan que la carrera del crimen le había dejado demasiados escrúpulos para la de detective. Sea ello lo que fuere, lo cierto es que, tras de una vida de escapatorias románticas y de evasiones, dejose caer por fin en un lugar que para algunos parecía encerrar una dirección muy apropiada: en un castillo de España.
Sin embargo, el castillo, aunque macizo, era relativamente pequeño; la viña negra y las tierras verdes del huerto cubrían una extensión considerablemente grande de la falda y ladera oscura de un monte. Flambeau, después de tantas aventuras de violencia, poseía aún aquello que es patrimonio de tantos latinos, y que es fatal, por ejemplo, a tantos americanos: la energía para retirarse. No es infrecuente que un gran propietario de hotel tenga como ambición el convertirse en un pequeño terrateniente en su carrera, en el preciso instante en que podía haberse convertido en millonario detestable comprando una hilera de comercios, para replegarse a los linderos de un hogar y sus dominios.
Flambeau se había enamorado casual y repentinamente de una dama española, con quien casó y de la cual tuvo numerosa descendencia en una de las provincias españolas, sin dar muestra de querer traspasar sus límites, pero cierta mañana su familia le vio inquieto y desasogado; dejó atrás a los chiquillos y descendió gran parte de la vertiente para ir al encuentro de una persona que se acercaba por el valle, aun cuando dicha persona no fuera más que un punto negro en el horizonte.
El punto negro fue creciendo en tamaño, si bien cambió poco de forma, pues continuó siendo, hablando en términos generales, tan negro como redondo. Las ropas negras de los clérigos no eran desconocidas por aquellos andurriales, pero éstas, sin dejar de ser clericales, tenían a la vez algo de vulgar y desaliñado comparadas con la sotana, y acreditaban al que las usaba como habitante de las islas del noroeste con la misma claridad que si hubiese llevado un cartelito diciendo: Claphan Junction. Llevaba en la mano un paraguas cuya empuñadura parecía una pequeña porra y a la vista de la cual su amigo latino estuvo a punto de derramar lágrimas de emoción, pues aquel paraguas había tomado también parte en muchas aventuras que él y el Padre corrieron juntos en otro tiempo. El visitante no era otro que el amigo del francés, el Padre Brown, que venía a rendirle, por fin, una visita muy deseada y muy aplazada. Se escribían con frecuencia, pero no se habían visto desde hacía varios años.
El Padre Brown se acomodó pronto dentro del círculo familiar, que era lo bastante grande para dar la sensación de compañía o de comodidad. Fue presentado a las tres figuras de madera pintada y dorada de los Reyes Magos, que son los que traen los juguetes a los niños, pues España es un país en el cual las cosas de los niños pesan mucho en todos los hogares.
También le fueron presentados el perro y el gato, y todos los seres animados del corral. Y a su vez lo fue él a un vecino que, como él mismo, había traído al valle el soplo y las maneras de las tierras lejanas.
Ocurrió que durante el transcurso de la tercera de las tardes que el sacerdote pasaba en la casona, vio llegar a ésta a un extranjero que saludó a los dueños de la misma con saludos que ningún grande de España sería capaz de imitar.
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