El Silencio de Dios
Rafael Gambra
PROLOGO
Este libro es un testimonio. No «al sol que más calienta», sino a los astros que fueron ayer estrellas fijas de nuestro destino y que están hoy desapareciendo de nuestro horizonte. Un testimonio en favor del hombre eterno contra los ídolos que ha segregado nuestra locura y que devoran nuestra propia sustancia. Un grito de alarma profético frente al inmenso suicidio colectivo que nos amenaza y que se reviste eufóricamente de los bellos nombres de progreso, de sentido de la historia, de liberación, de democracia—cuando no de ecumenismo o de aggiornamento.
Por ello, este libro posee todas las virtudes de la novedad. En un siglo en que reina el conformismo del absurdo y del desorden, en que el ídolo de la revolución permanente se ha convertido en centro de atracción para los rebaños de esclavos teledirigidos, nada hay más nuevo ni más insólito Que predicar el retorno a las fuentes y defender la naturaleza y la tradición. «Nunca como hoy el genio de una época se ha aplicado a la destrucción minuciosa de su propia “ciudad humana”—de sus valores y de su sentido—hasta el extremo paradójico de que el conformismo ambiental se expresa hoy por la actitud revolucionaria, y que la posición insostenible, heroica, ha llegado a ser la conservación y la fidelidad». Han llegado ya los tiempos anunciados por Nietzsche en los que hacerse abogado de la norma se convierte en la forma suprema de grandeza».
La Ciudad de los hombres que defiende Rafael Gambra estaba hecha de un conjunto de lazos vivos y vividos que, a través de los diferentes niveles de la creación, mantenían al hombre unido a su origen y le orientaban hacia su fin. La casa, la patria, el templo le protegían contra el aislamiento en el espacio; las costumbres, los ritos, las tradiciones, al hacer gravitar las horas en tomo a un eje inmóvil, le elevaban por encima del poder destructor del tiempo.
Hoy estamos presenciando la agonía de esta Ciudad de los hombres. El liberalismo, al aislar a los individuos, y el estatismo al reagruparlos en vastos conjuntos artificiales y anónimos, han transformado a la sociedad en un inmenso desierto cuyas ciegas arenas son arrebatadas en los torbellinos del viento de la historia. Y el hombre, víctima de este fenómeno de erosión, no tiene ya morada en el espacio (se ve, a la vez, en prisión y en destierro), ni punto de referencia en un tiempo por el que corre cada vez más de prisa sin saber adónde va.
Las Ciudades de antaño, al enlazar al hombre con las realidades visibles e invisibles, le ayudaban a elevarse sobre sí mismo. Hoy día, el ideal que se le propone no es vertical sino horizontal: está en la carrera misma, en la «huida hacia adelante», y no en el crecimiento espiritual. En lugar de intentar reproducir un arquetipo eterno, hay que dejarse arrastrar por un movimiento perpetuo y siempre acelerado. Psicólogos y sociólogos «al día» nos hablan sin cesar de la «mutación radical exigida por los progresos de la técnica y de la socialización». En este punto, los luminosos análisis de Rafael Gambra sobre la aceleración de la historia coinciden con los recientes juicios de una joven filósofo francesa, Francoise Chauvin: «Los hombres han deseado siempre cambiar; pero en otro tiempo deseaban ese cambio para acercarse a aquello que no cambia al paso que hoy quieren cambiar para adaptarse a lo que de continuo cambia… Ya no se trata de ganar altura, sino de llevar la delantera; no de superarse, sino de no dejarse adelantar.» El hombre se encuentra así reducido al más pobre de sus atributos, al más próximo a la nada: el cambio indeterminado, sin principio y sin objeto…
La buena doctrina es un tesoro que nunca valoraremos bastante. No basta creer, hay que cimentar ese tesoro de la fe, Conocer para amar más y mejor, para dar testimonio siempre, con solidez, oración y cariño.