Jesús Urteaga Loidi
INTRODUCCIÓN
Duo enim mala fecit populus meus: Me derelinquerunt fontem aquae vivae, et foderunt sibi cisternas, cisternas dissipatas, quia continere non valent aquas.
“Dos pecados ha cometido mi pueblo: Me ha abandonado a Mí, que soy fuente de agua viva, y se han ido a excavar cisternas, cisternas rotas, que no pueden retener las aguas” (Jer II, 13).
La huida de Dios
Abre los ojos y verás a Dios abandonado.
Abre los ojos y contempla la confusión de nuestro tiempo. ¿Ha conocido otra mayor la historia de la Humanidad? Ellos y ellas, jóvenes y viejos, ricos y pobres… todos se han escapado de su Dios. Arrojaron lejos de sí el yugo suave del Omnipotente. Se han embravecido las naciones contra el Señor y contra su Cristo. Y pensábamos con el Profeta: Quizá es sólo la gente baja e ignorante, que desconoce los caminos y preceptos de Yahvé.
Nos dirigiremos a los grandes, a los poderosos, y les hablaremos de Dios…; éstos ya conocerán sus mandatos… «Pero han sido éstos, todos a una, los que con más saña quebraron el yugo y rompieron las ataduras» (Jer V, 5).
¡Cómo escaparon, cómo han huido de nuestro Dios las gentes!
En su huida, en la fuga, tropezaron con la Cruz que se levantaba en el camino; se sacudieron el polvo, y siguieron corriendo, dejándola atrás en el olvido. Era un ejército de hombres resueltos que odiaban a Dios. Y en su carrera vertiginosa arrastraron consigo a los indiferentes.
¿A dónde van esas gentes? Se alejaron de Dios y buscan con ansias de infinito algo que les apague la sed. Hoy son los hombres los que desde la cruz de su vida insoportable claman el sitio, sin saber a dónde dirigir su mirada; la tierra les repugna y el cielo… ¡está tan lejos!
¿A dónde van esas gentes? Van en busca de dioses nuevos y de nuevas religiones. Y unos en la raza, otros en la sangre…, buscan lo que ni la raza ni la sangre les pueden dar. Han pretendido suplir la Divinidad de nuestro Padre Dios adorando sus vestigios en el barro de las sucias carreteras.
¡Qué angustioso y qué nuevo resulta el grito viejo del Espíritu de Dios! «¡Dos pecados ha cometido mi pueblo: se ha apartado de Mí, que soy fuente de agua viva, y se ha ido a excavar aljibes, cisternas rotas que no pueden retener las aguas!» (Jer II, 13).
Esos aljiberos –conocen más el odio que el amor– son los que durante mucho tiempo han regido los destinos de las naciones. En sus manos callosas y deformes de contar y contar dinero está la formación de los nuevos hombres.
Ésos son los que hablan de paz para los torturados: los que pretenden consolar a los mutilados y enfermos de la guerra; los cabecillas del orden de ahora, que ha de traer el bienestar a los leprosos. Ésos son los portadores de la fraternidad –una caridad que no conoce a Cristo ni a su Iglesia–, que unirá a los grandes y a los pequeños, a los niños con sus madres, a los jefes y a los siervos, a los guerreros y a los profetas. Esos aljiberos son los que, en su huida de Dios, nos hablan de sacramentos nuevos que darán la vida a los cuerpos muertos.