Elogio de la pereza / El instante presente
Jacques Philippe / Jacques Leclercq
PRESENTACIÓN
Lo peligroso de las balas no es el trozo de plomo de que constan, sino su velocidad. Lo malo de nuestra civilización no es la técnica, ni siquiera la masificación, sino su prisa, su trepidación, o, con otras palabras, la pérdida del sentido de contemplación, de aquella actividad del espíritu que, al decir de la Teología, constituye el fin mismo del ser espiritual.
Para introducir el sentido de contemplación hay que empezar inoculando «serenidad» a nuestras vidas, esa paz noble y superior que tan bien sabe expresar el bello vocablo castellano. De ello, de la vida serena, nos hablará el canónigo Leclercq con la finura e ironía que le son propias, parodiando los célebres «elogios» posmedievales.
Es este un libro de fruto espiritual discreto y profundo. Discreto, porque a primera vista no aparece; profundo, porque en lugar de animarnos a bien vivir nos enseña simplemente a vivir. ¿Os habéis fijado que no hay ni un detalle del Evangelio del que se pueda colegir que Jesús haya tenido nunca prisa?
ELOGIO DE LA PEREZA
El «Elogio de la pereza» se pronunció a modo de discurso de ingreso en la sesión pública de la «Libre Académie de Belgique», celebrada el 17 de noviembre de 1936.
Era una respuesta al saludo dirigido al nuevo académico en nombre de sus colegas.
Dicen que los grandes artistas son los que sacan de una materia pobre una obra bella. Acabáis de oír cómo se hace. He gozado al oírlo, como vosotros e incluso más que vosotros, por conocer mejor a la persona. Y mi agradecimiento, después de tantos discursos inteligentes y profundos, y mi obsequio al ingresar en esta comunidad, que no acepta el nombre de Academia sino para repudiar inmediatamente todo aquello que se llama académico, ha de ser haceros el elogio de la pereza.
¿Por qué este título? En verdad que no lo sé. Sin duda se lo habré puesto a impulso de mi perversidad natural. ¿Acaso se razonan estas cosas? La «gana», como diría Keyserling; la «libido», añadiría Freud. Pero prefiero, dejando a un lado todos esos términos cultos que exceden mi entendimiento, decir, con más sencillez, con mi Salvador, que de la abundancia del corazón habla la boca.
Sí; eso creo que es, y, además, se me ha confirmado, porque uno de mis antiguos alumnos, uno de los que más quiero, que me ha entendido y a quien yo he creído comprender desde el primer día que le vi, me escribía estos días que se había enterado por la Prensa de que yo pronunciaría esta tarde «ese Elogio de la pereza que todos sus amigos y discípulos esperan de usted».
Y tan pronto como empiezo me avergüenzo, y me excuso de mi falta de lógica.
Pues el mejor elogio de la pereza hubiera sido el del ejemplo, excusándome con un telegrama que me hubiera dispensado de todo trabajo. Escribir este discurso, trabajar para pulir las frases que tan penosamente se van alineando para cantar la dulzura y la virtud de la indolencia, me parece una contradicción; por más que examino todos los aspectos del problema no acabo de salir de él. ¿Quién ha dicho que hay en todo hombre una mujer ignorada y que la mujer no tiene más lógica que la del sentimiento? Claro, eso es lo que me pasaba; ¡qué más querría yo que comparecer esta tarde ante tan docta asamblea y haber encontrado un buen título!
¡Qué agradable es un buen título!
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