Francisco, el nuevo Juan XXIII
José Manuel Vidal y Jesús Bastante
Prólogo
“Ve, Francisco y repara mi Iglesia en ruinas”
José Bono, expresidente del Congreso de los Diputados
Nacióle un sol al mundo.
Dante Alighieri
La tarde del pasado miércoles 13 de marzo, tras saber que salía humo blanco por la chimenea de la Capilla Sixtina, fui un espectador más con la mirada clavada en el televisor. Millones de personas nos supimos unidos por la misma emoción, por el deseo de saber el nombre del nuevo papa y por la esperanza de que un nombre reforzase nuestra fe. Sí, su nombre era lo que esperábamos. Lo que ignorábamos era que al elegir llamarse Francisco, iba a decirnos algo más, mucho más que un nombre.
El nombre elegido por el nuevo papa, Francisco, ya es todo un programa. Como ha dicho el Padre General de la Compañía de Jesús, “el nombre de Francisco evoca su espíritu evangélico de cercanía a los pobres, su identificación con el pueblo sencillo y su compromiso con la renovación de la Iglesia”.
En las crónicas franciscanas puede leerse que San Francisco de Asís, allá por el año 1205, tuvo una visión delante del crucifijo. Escuchó al Señor que le decía: “Ve, Francisco, y repara mi Iglesia en ruinas”. Francisco se puso manos a la obra y restauró el templo de San Damián. Pero pronto comprendió que el mandato no era restaurar un edificio sino cambiar la Iglesia.
Cuando se presentó Francisco ante Inocencio III en solicitud de su aprobación para “reparar la Iglesia”, como Dios le había pedido, se dice que tuvo lugar la siguiente escena: Después de mostrarle a Francisco las riquezas amasadas por la Iglesia, el papa Inocencio III le dijo: “Ya ves, la Iglesia ya no puede decir que no tiene oro ni plata como dijo san Pedro al mendigo tullido”. A lo que Francisco replicó: “Cierto, pero la Iglesia tampoco puede decir ya ‘En el nombre de Jesucristo el Nazareno, levántate y anda’”. La Iglesia se había convertido en un rico imperio de poder terrenal. El papa era un monarca absoluto con todo el poder del oro y de la plata, pero el Nazareno era un extraño en aquellos palacios. La Iglesia no podía reconocerse en la sencillez de Belén.
El papa Inocencio III vio en sueños la ruina eclesial representada en la basílica de San Juan de Letrán, que se estaba derrumbando y un hombre insignificante, el religioso Francisco, la aguantaba con su espalda. Inocencio III escuchó paternalmente impresionado a Francisco y el Cardenal Juan de San Pablo advirtió al papa: «Si rechazamos la demanda de este pobre que no pide sino la confirmación de la forma de vida evangélica, haremos una injuria al mismo Evangelio de Cristo». Inocencio III puso orden en una Iglesia arruinada moralmente.
Ocho siglos después de estos sueños, L’Osservatore Romano nos dice que el papa era un pastor rodeado de lobos y el propio Benedicto XVI manifestó que le faltaban fuerzas no solo físicas, sino “espirituales”. Con humilde sinceridad también nos dice el papa algo parecido a lo que manifestó al salir de su visita al campo de exterminio nazi de Auschwitz: “¿Dónde estabas, Señor, cuando estas cosas ocurrían?”. Al dejar el papado confiesa que alguna noche le ha parecido que “El Señor estaba dormido”.
Resulta entrañable que el santo padre tenga la humildad de reconocer que hubo noches que no encontró al Señor.
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