Ignacio de Loyola
José de Arteche Aramburu
AMBIENTE
A la entrada del valle sosegado, junto al ingente peñón que esconde sus crestas entre la niebla, se acurruca la ignaciana villa; Azpeitia. Su mismo nombre declara en euskera su situación topográfica respecto a la montaña a cuyo amparo se cobija. Ningún habitante de aquel pueblo deja alguna vez en su vida de subir a aquellos peñascos barridos por los salinos vientos del Cantábrico. Como todos sus paisanos, Ignacio de Loyola sin duda subió también de niño a las rocas más altas del Izarraitz para avizorar los lejanos confines del paisaje que desde allí se domina.
La inmensidad del mar extendido desde las costas vizcaínas hasta las playas de las Landas como un noble y vasto pensamiento; la afilada cima del Larrún, en el país vasco-francés; las arrogantes cresterías del Aralar navarro, del Aitzgorri guipuzcoano; y por al lado de Alava y de Vizcaya, la redonda cumbre del Gorbea, las cuñas del Udalaitz y del Amboto, formando un marco de mar y montañas a Guipúzcoa, áspera e idílica al mismo tiempo, salpicada de pueblos y caseríos a la vera de bosques, prados y cuadriláteros de labranza.
Azpeitia ocupa precisamente el centro geográfico de Guipúzcoa. Fundóla el 1310 el rey Fernando IV, el Emplazado, seguramente sobre algún pequeño núcleo de población ya existente desde tiempos arcaicos, dándole el nombre de Salvatierra de Iraurgui, que como otros nombres parecidos, no prevaleció. Su primitivo recinto, con calles de aire medieval, tranquilas y apacibles, parecen destinadas a proteger, apretándola contra la montaña, a la majestuosa parroquia, edificio perteneciente en lo fundamental de su actual arquitectura a mediados del siglo XVI, pero anteriormente, muchos años atrás, monasterio de los Caballeros Templarios.
Los austeros monjes militares de la cruz roja en el manto blanco fundaron la iglesia bajo la advocación de un santo militar: San Sebastián. Aquellos sufridos soldados del cristianismo no sospecharon que, siglos más tarde, el soldado mártir compartiría el patronazgo del monasterio de Soreasu con un hijo del lugar, guerrero, al igual que ellos cuando la ocasión lo requería, y que este otro santo, bautizado en la iglesia por ellos erigida, sería el fundador de otra nueva orden religiosa y en cierto modo de espíritu profundamente guerrero.
Azpeitia posee, o por lo menos poseía, inconfundible sello religioso. Porque me refiero, naturalmente, al pueblo que durante mis años juveniles conocí. Su historia demuestra ante todo el influjo religioso, la honda fe de sus habitantes que, ahora mismo, consideran como el más alto florón de gloria de su pueblo el que éste sea patria de Ignacio de Loyola. La religión ha sido en Azpeitia el quicio de la vida.
La fe y la alegría no son ideas contrapuestas: al contrario. El azpeitiarra, lo mismo que todos los vascos, tiene de la religión concepto muy serio, a veces sombrío, en algunos momentos lúgubre. Y sin embargo, el carácter del azpeitiano tiene en el fondo invencible tendencia a la ironía. Su mismo lenguaje —una degeneración del dialecto euskérico vizcaíno que alcanza hasta allí su fuerza penetrativa— es, en la forma, despreocupado; parece hecho a la medida de su temperamento incisivo, travieso, burlón, muchas veces sarcástico.
Esta inclinación a la burla es la nota predominante de su carácter. Ello le inclina bastante a la osadía. De las situaciones en que ésta le coloca, le salva su extraordinaria intuición para adivinar el lado ridículo de las cosas. Y entonces resulta un osado simpático. Una alegría bonachona aflora su carácter. Del mismo Ignacio de Loyola se sabe que era bromoso y fácil a la risa; que su buen humor habitual le llevaba con frecuencia a embromar a los que le rodeaban, y que el conseguir minar su gran facilidad a la risa le costó duros ejercicios de autodominio.
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