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Investigación sobre María

Corrado Augias & Marco Vannini

Preámbulo

Aún no ha amanecido del todo y varias decenas de personas ateridas aguardan, hablando quedamente, y restregándose de cuando en cuando las manos. Muchos sonríen y susurran entre ellos. Un par de niños duermen, algunos fuman un poco apartados. Cuando el disco solar acaba de asomarse por detrás del perfil hirsuto de una colina los presentes son ya varios centenares, a saber cuántos, lo único que se alcanza a ver es que la multitud es numerosa y que ocupa casi por completo la explanada. Los vestidos son modestos, variaciones de lo que hoy se denomina ropa deportiva, de viaje, turística; nadie parece prestar demasiada atención a lo que lleva puesto. La sensación general es de sobriedad, voluntaria o inconsciente. Hay muchos italianos. La mayor parte de ellos han desembarcado en la vecina Split de unos barcos de crucero que zarparon de Ascona y Pescara, otros de Venecia. En algunos casos se trata de visitantes fugaces, que regresarán esa misma tarde. Otros, en cambio, se quedarán un poco más. Los franciscanos de san Antonio de Padua son muy activos en la organización de peregrinajes breves y baratos de tres días y dos noches. En el barco los devotos han sido entretenidos por viejos personajes del espectáculo que narran sus experiencias de conversión.

La tensión aumenta entre la multitud. Aunque quizá no sea adecuado hablar de tensión, sino más bien de una espera confiada en un acontecimiento que todos dan por cierto.

El pueblo de Medjugorje, cuyo nombre significa «entre los montes», está rodeado en realidad de unas colinas a las que resulta excesivo llamar montañas. Hasta 1933 la más alta de ellas se llamaba Sipovac[1]. Después pasó a denominarse Križevac, «monte de la cruz». En ese año se celebraba el decimonoveno centenario de la Redención, siempre y cuando se dé por cierta la leyenda de que Jesucristo murió a los 33 años partiendo del año cero. El papa Pío XI convocó un Año Santo extraordinario y en la cima del Sipovac se erigió una cruz de cemento armado de una altura de casi diez metros, de manera que se consideró adecuado dar a la cima el nombre del pío monumento.

Pese a la presencia de la gigantesca cruz, hasta 1981 pocos conocían Medjugorje. Por aquel entonces en el pueblo residían unas cuatrocientas familias divididas en cuatro suburbios que se extendían a lo largo del camino que, desde la costa dálmata, asciende hacia Mostar, capital de Herzegovina. El 24 de junio de 1981 seis muchachos afirmaron que habían visto aparecerse a la Virgen, hecho que supuso la entrada del pueblo en la Historia del mundo.

Estamos en la parte occidental de Herzegovina, casi en la frontera con la fina franja costera que, sin embargo, es territorio croata. De hecho, durante las últimas guerras yugoslavas, el pueblo de Medjugorje fue anexionado por un breve periodo a Croacia, predominantemente católica, confesión a la que, por otra parte, pertenece la casi totalidad de la población. El laberinto de fronteras entre los diferentes Estados, y sus absurdas tortuosidades hablan por sí solos de las dificultades étnicas, religiosas y políticas que existen en los Balcanes, que, desde siempre, ha sido una de las zonas más agitadas del mundo, azotada por numerosas guerras de despiadada ferocidad. Como, por otra parte, son siempre las guerras entre vecinos. No muy lejos de aquí, en Sarajevo, el 28 de junio de 1914 estalló la chispa que desencadenó la Gran Guerra.

A partir de otro mes de junio, el de 1981, año al que acabamos de hacer referencia, las apariciones de la Virgen empezaron a repetirse con suma frecuencia, en cualquier caso con asombrosa regularidad el 2 de cada mes.


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