Vicente Ferrer Barriendos
PRÓLOGO
El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica comienza explicando cuál es el proyecto de Dios para el hombre: «Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para hacerle partícipe de su vida bienaventurada» (n. 1). Esta realidad constituye una maravilla del amor de Dios que deberíamos tener siempre ante nuestros ojos, y no olvidarla jamás.
Sin embargo, parece que nuestro mundo occidental tan secularizado y autosuficiente no espera ni confía alcanzar una vida feliz plena y eterna, y parece tener miras más cortas y materiales: conseguir el relativo bienestar que le puede proporcionar la ciencia, la técnica o el progreso humano; un bienestar siempre temporal y caduco. De tal modo que la figura de Dios y de la vida eterna no entra en el horizonte de muchos.
Pero, junto a esta actitud aparentemente cerrada a lo sobrenatural, el hombre moderno se encuentra con no pocas angustias, temores, insatisfacciones y sufrimientos, y desea en su interior liberarse de esos males. También querría vivir para siempre. Querría no ser un simple «producto» de una evolución material ciega, sino «alguien», y alguien querido. Tiene necesidad de que su vida tenga un sentido. También desea la justicia y la felicidad plena que no hallamos en esta vida.
Sin embargo, los hombres —con nuestros medios y fuerzas— no podemos hacer realidad estos anhelos profundos del ser humano. En cambio, todas esas aspiraciones quedan perfectamente colmadas y superadas por la realidad que nos enseña la Iglesia: Dios existe y es infinitamente bueno, nos quiere, nos ha creado por amor y nos destina a compartir su vida feliz, a vivir del amor infinito de la Santa Trinidad. ¡Somos objetos del amor divino!
El Compendio del Catecismo prosigue en ese mismo punto: «En la plenitud de los tiempos, Dios Padre envió a su Hijo como Redentor y Salvador de los hombres caídos en el pecado, convocándolos en su Iglesia, y haciéndolos hijos suyos de adopción por obra del Espíritu Santo y herederos de su eterna bienaventuranza» (n. 1).
Jesucristo es el camino que Dios ha elegido para conseguir sus fines y superar todos los obstáculos. Él nos muestra aún más la maravilla de su amor misericordioso hacia nosotros. Con Jesús sí podemos alcanzar nuestro bien y felicidad para siempre. «¡Reconoce, cristiano, tu dignidad», decía un Padre de la Iglesia, pues el Señor nos quiere hacer partícipes para siempre de su vida (cf. 2 Pe 1, 4), de su amor y de su felicidad.
Sin embargo, otros contemporáneos nuestros piensan que se puede alcanzar la felicidad eterna por muchos caminos, y Jesús constituiría solo uno de ellos. Él nos aportaría solo una luz o revelación imperfecta y parcial que se complementaría con otras. Por tanto, cualquier camino religioso podría ser bueno y suficiente para alcanzar la salvación.
Pero no es así. La Iglesia y la revelación divina enseñan que Jesús es «el camino» (Jn 14, 6), «el único mediador» (1 Tim 2, 5). Aunque para los que no creen —tanto para los antiguos como para los actuales— Cristo parece una necedad, sin embargo, para los creyentes Él es la fuerza y la sabiduría de Dios (cf. 1 Cor 1, 22-24). Él es precisamente —y solo Él— quien puede colmar todas nuestras aspiraciones: Él nos manifiesta hasta qué punto nos ama Dios, Él es quien quita el pecado del mundo, quien nos librará de todo mal y de la muerte; Él es quien nos destina a la gloria del cielo y nos dará una eternidad de vida feliz.