Scott Hahn
I. UNA LUZ BRILLA EN BELÉN
Empezaba la primavera. La Navidad había quedado bastante atrás, pero la multitud de peregrinos que estaba a nuestro alrededor cantaba O Little Town of Bethlehem y Adeste Fideles. Seguían la costumbre habitual para todos los meses del año en la Basílica de la Natividad, en el corazón de Tierra Santa.
Venid. ¡Venid a Belén!
Esta pequeña ciudad recibe cada año la nada despreciable cifra de dos millones de visitantes. La mayoría de ellos se dirige al lugar del nacimiento de Jesús, ya sea en calidad de peregrinos que acuden a venerarlos, o simplemente como turistas curiosos. Unos y otros aguantan largas colas antes de poder detenerse un momento en el lugar donde se refugiaron María y José, y en el campo donde los ángeles dieron a los pastores el primer anuncio del acontecimiento. Normalmente, solo da tiempo a recitar una oración rápida, antes de que el monje encargado de custodiar el lugar pida que se deje paso al siguiente de la fila.
Un solo momento es suficiente para quien acude con mucha devoción, o con mucha curiosidad. La espera merece la pena, a pesar del griterío anticristiano que se puede percibir en una ciudad, hoy en día de mayoría musulmana, que ha sido campo de batalla en fecha reciente (en el año 2002 la propia basílica de la Natividad fue ocupada y después asediada). Ante esto, la incomodidad de esperar turno tiene escasa importancia.
Esta percepción de un esfuerzo y de un peligro forma parte del atractivo de la ciudad de Belén para peregrinos como yo. Por eso, a medida que mi familia iba de un lugar a otro, mi emoción iba en aumento. Ponía todo mi esfuerzo para no perderme ni una sola de las palabras que susurraban nuestros guías, a quienes los monjes pedían silencio cada vez que se atrevían a alzar la voz. Durante las esperas en fila, me dedicaba a repasar con la vista los muros y el horizonte, en busca de pequeños detalles que pudiera conocer por las Escrituras.