Antonio Fuentes Mendiola
Prólogo
Perdonar, y hacerlo de corazón, es una asignatura importante pero difícil de cursar. Hoy, sin embargo, la necesitamos quizá más que nunca. Vemos cómo a nuestro alrededor en lugar del amor impera el odio, no pocas veces acompañado del deseo de venganza. Tal vez por educación o cortesía se pasen por alto gestos soeces o detalles impertinentes que molestan. Queda dentro no obstante el escozor y la ira. Algunos disimulan, intentan poner buena cara. En realidad no superan su enfado y sienten la indignación. Al negarse a perdonar, no sólo dejan de vivir la caridad, sino que además pierden algo tan importante como la paz y la alegría.
Hemos sido creados para amar, para ser felices. Aun sabiéndolo, nos cuesta dominar los enfados, las reacciones de mal humor. Por lo que caemos en las garras del resentimiento, subproducto del odio que hoy se ha convertido en moneda de curso legal. La persona resentida se aísla, y por guardar rencor ni perdona ni olvida. Entorpece la amistad, pone trabas a la convivencia. Para justificarse, algunos alegan: «¡pero cómo voy a perdonar a este imbécil, que me ha llamado de todo menos bonito!» Y se quedan ahí, alimentando en su interior el gusanillo del rencor.
Sin amor del bueno, qué difícil resulta encajar un agravio, superar una ofensa. Se tiende a juzgar y a criticar, sin tener todos los datos, sin caer en la cuenta de que mucho más tiene que perdonarnos a nosotros el Señor. Quizá alguno, en un arranque de generosidad, proclame a bombo y platillo: «Yo perdono, pero no olvido». ¿Acaso puede decir que perdona de verdad quien no está dispuesto a olvidar? ¿Puede llamarse sincero ese perdón? De todo ello hablaremos a lo largo de este libro.
Comencemos con una anécdota. No hace mucho me presentaron a un hombre, sirio de origen. En la conversación salió a relucir, como era inevitable, la dramática situación que sigue enfrentando a palestinos e israelíes. Lo peor -argumentaba él- es que va pasando el tiempo y los problemas siguen sin resolverse. Aún conservaba frescos en su memoria los intensos bombardeos israelíes sobre la sufrida franja de Gaza. Miles de víctimas inocentes perdieron la vida, entre ellas numerosos niños y mujeres. Y todo, ¿para qué?, se preguntaba. Esa violencia no ha hecho sino potenciar el odio y los deseos de venganza entre dos pueblos que deberían tratarse como hermanos. El muro que ahora los divide es símbolo palpable de la discordia entre ellos, del odio y del enfrentamiento que todavía hoy subsisten.