Rafael Gambra
INTRODUCCIÓN
Durante el milenio que abarca lo que hoy llamamos Edad Media, tres civilizaciones confluyen en el Mediterráneo y se reparten sus costas: el Imperio Bizantino, la Cristiandad Occidental y, a partir del siglo VII, el Islam. En sus orígenes, la más culta y poderosa fue Bizancio, que era la parte del antiguo Imperio Romano que se libró de las invasiones bárbaras. Imperio de raíz pagana pero cristianizado, en él se mantiene el brillo cultural de los antiguos romanos, por más que su historia medieval sea la historia de una larga decadencia.
El Occidente cristiano es inicialmente la más humilde e inculta de estas civilizaciones: comunidad de pueblos cristianos desde su ingreso en la civilización que habrán de elevarse lentamente, desde el gran naufragio cultural que supusieron las invasiones nórdicas, a través de sucesivos renacimientos. Estas dos civilizaciones —la cristiana y la cristianizada— conviven durante siglos pero con levísimas relaciones entre sí, casi ignorándose mutuamente. El Islam, que irrumpe en la ribera meridional del Mediterráneo en el siglo VII y que llega a ocupar España y Sicilia, será la tercera de estas civilizaciones, la más agresiva, cuya edad dorada se situará entre los siglos XI y XII. Sus relaciones con las cristiandades serán de guerra, de lucha religiosa por el predominio total: guerras de sucesivas invasiones y de reconquista en España, cruzadas en Oriente por la posesión de los Santos Lugares.
A lo largo de este milenio, los pueblos se irán invirtiendo. La Cristiandad Occidental crecerá lentamente y asimilará las otras culturas hasta predominar ya en el siglo XV. Va a ser éste un siglo estelar en la historia de la civilización humana. La lenta maduración de la Cristiandad, tras la incorporación de la cultura greco-latina y de las ciencias árabes a través del apogeo del siglo XIII, desemboca en esa gran eclosión de las artes y las ciencias que fue el siglo XV. Grandes descubrimientos como la imprenta o la brújula, la introducción de la pólvora, revolucionarán respectivamente el ámbito cultural, la navegación y el arte de la guerra, con inmensas repercusiones políticas y ambientales. Por otra parte, el Islam mediterráneo entra en decadencia a partir del siglo XIII, y el Imperio Bizantino, inmovilizado y decadente, conocerá un dramático final en ese mismo siglo XV.
Pero el esplendor del Renacimiento se verá acompañado de nuevas y graves inquietudes para la civilización cristiana. Al propio tiempo que el Islam daba en España muestras de agotamiento y se anunciaba ya la completa recuperación del suelo peninsular, aparecía en Oriente una nueva y devastadora irrupción de islamismo: el avance turco sobre Europa. La fecha símbolo del comienzo de la Modernidad —1453— señala un suceso temeroso para la supervivencia de la Cristiandad: la caída de Bizancio, cabeza del Imperio de Oriente, plaza considerada como inexpugnable. A ella seguirá la invasión de todo el territorio imperial hasta el centro mismo de Europa.
Para los hombres del siglo xv el panorama que ofrecía su mundo hacia oriente era ignoto y amenazador. Un cerrado telón de pueblos islámicos constituía para ellos el horizonte visual, desde los confines de Rusia hasta Granada. Mundo inmenso cuya profundidad y extensión se desconocía, así como su peligrosidad, es decir, su capacidad de lanzar nuevas invasiones. La de los turcos, realidad amenazadora en la época, podría ser la última, pero también la vanguardia de otras más poderosas. Por supuesto, el viejo comercio con el Oriente lejano, la ruta de la especiería, había caído para esta época en manos musulmanas.
Desde tiempos de Marco Polo existía la sospecha de que la expansión islámica del siglo vn había dejado más allá, al otro lado de la misma, una parte de la antigua Cristiandad, que viviría así totalmente desconectada de la cristiandad europea. Concretamente, se tenían vagas noticias del fabuloso reino del preste Juan de las Indias, de cuya existencia se sabía a través de misioneros y comerciantes que, por vía terrestre, habían alcanzado aquellos lejanos confines. Alentaba ello la esperanza de trabar contacto con esa hipotética cristiandad viajando hacia Occidente, y la de concertar con ella una operación en tenaza para atacar al Islam por sus dos vertientes y acabar así con ese peligro siempre latente.
Esta finalidad religioso-militar fue una de las que movieron al sabio y santo infante portugués Enrique, el Navegante a dedicar su vida al proyecto y patrocinio de viajes y descubrimientos marítimos. Otros motivos eran el deseo de alcanzar la especiería por Occidente y beneficiar a Portugal de tan lucrativo comercio, y, sobre todo, el de convertir infieles, ampliando así los límites de la Cristiandad. La expedición de Pérez Covilha hasta alcanzar Abisinia había afirmado por su parte la creencia en una cristiandad al otro lado del Islam.
Al morir el glorioso infante en 1460 —ha escrito Carlos Etayo— el temido Mar Tenebroso, que para algunos se extendía hasta el infinito por el oeste, había perdido buena parte de su siniestro prestigio. Por noticias de agentes suyos que acompañaron a los tuaregs a través del desierto del Sahara y de sus capitanes que habían alcanzado con sus carabelas la costa de Sierra Leona, don Enrique supo la falsedad de que existiera una zona tórrida junto a un ecuador en llamas y de cómo las naves portuguesas regresaban describiendo una amplia curva que mordía en cientos de millas hacia el oeste al tenebroso mar, y cómo, haciéndolo así, aprovechaban los vientos alisios del nordeste hasta alcanzar la altura de las Azores y encontrar los ponientes favorables para regresar con facilidad a Portugal. Con todo lo cual era cada vez menor el temor a intentar alcanzar los límites occidentales de ese mar.