Etienne Gilson
LAS IDEAS Y LA CIENCIA DIVINA
La decisión inicial por la que una filosofía como la de San Buenaventura se coloca entre la fe y la teología, delimita rigurosamente el campo de investigaciones que le es accesible. En una doctrina como la de San Alberto Magno o de Santo Tomás, el teólogo puede legítimamente, y hasta debe efectuar una selección de los problemas filosóficos cuya solución venga a incorporarse al edificio que él construye; pero dicha elección ha de efectuarla a título de teólogo. Si razona como filósofo todos los problemas le parecerán legítimos e interesantes, por lo menos en la medida en que satisfagan las exigencias de su razón. Con San Buenaventura ocurre todo lo contrario: una vez sentada su definición, la filosofía no puede perder de vista los tesoros de las verdades garantizadas por una autoridad divina y guardadas en el depósito de la fe; se encuentra por tanto orientada desde sus primeros pasos en una dirección que ya conoce, que acepta declaradamente, y hacia la cual se dirige deliberadamente. La verdadera filosofía se distinguirá, pues, de las otras precisamente por cuanto sabe evitar la vana curiosidad que se propone a sí misma como fin y se pierde en los pormenores infinitos de los hechos. Y este es el objeto a que tiende en definitiva el privilegio de que goza la filosofía cristiana de efectuar la sistematización total del saber humano. Quien se entrega al conocimiento de las cosas por ellas mismas, se dispersa irremediablemente en la multiplicidad de la experiencia. Es preciso pues que hagamos nosotros la selección de problemas, y desde un punto de vista exterior a las cosas; será la teología quien haga dicha selección. Hay tres problemas metafísicos, y no debe haber más de tres: la creación, el ejemplarismo y el retorno a Dios por modo de iluminación. En esto está toda la metafísica, y el filósofo que los haya resuelto será por ello mismo un gran metafísico.