La Fortaleza de los Débiles
Antonio Fuentes Mendiola
INTRODUCCIÓN
LA buena nueva que Jesús de Nazaret anunció hace veinte siglos, sigue desafiando en su sencillez la lógica de los hombres. ¿En qué cabeza cabe que el Maestro proclame en el Sermón de la Montaña felices a los pobres, a los que sufren, a los que pasan hambre? Una auténtica paradoja, al igual que todo el Evangelio. Se nos invita a perder para ganar, a bajar para subir, a servir para reinar, a morir para vivir. Más aún. Dios elige a los necios según el mundo para confundir a los sabios, a los débiles para sorprender a los fuertes, a los que son nada para avergonzar en su prepotencia a los que se creen algo.
Cuesta aprender la lección. Todavía hay quienes se creen fuertes y poderosos porque gozan de salud, de medios económicos, de prestigio o influencia social. Cegados por su ambición, no se dan cuenta de que carecen de lo más esencial: de la paz y el sosiego que reclama su alma. Creen poseerlo todo, pero en realidad les falta esa dimensión interior que hace al hombre justo y honrado, fuerte ante el dolor y firme en la adversidad. La salud de la que hoy gozan, mañana pueden perderla. Lo mismo que el dinero: un cambio de coyuntura económica da al traste con años de duro esfuerzo. Aferrarse a lo material es vivir en una permanente inseguridad. Lo que hoy con tanta ilusión acariciamos, mañana puede desaparecer sin dejar rastro.
Ningún bien económico, por importante que sea, logra satisfacer el hambre de felicidad que llevamos dentro. Ni los avances de la ciencia, ni los progresos de la medicina, ni el impulso de la tecnología, librarán al hombre de sus inquietudes y temores. Sin embargo, nos aferramos al dinero, al placer o al éxito como si fueran la panacea universal. Todo un espejismo.
No somos felices por lo que tenemos o ambicionamos. Si no que se lo pregunten a esa legión de yuppies rebosantes de “éxito”, atiborrados de poder y dinero, encumbrados en lo más alto. Un pequeño traspiés y en un abrir y cerrar de ojos se vienen abajo. Se convierten muy a su pesar en el hazmerreír de los que antes les adulaban. Es evidente que tales “personajillos” no pueden servirnos de modelo. Su aparente poderío termina por lo general en un estrepitoso fracaso. La felicidad que anhelamos discurre por otros caminos. No se funda en el egoísmo ni en la ambición; procede de la fe, esperanza y amor.
En las páginas que siguen encontrarás, querido lector, la vida sencilla de un puñado de hombres y mujeres que, a pesar de sus debilidades y miserias, se alzaron hasta cotas muy altas de heroísmo. Son los discípulos de Jesús, tal como los presentan los Evangelios. No destacaron por su poder, tampoco por su dinero. Eran gentes corrientes, de esas que hoy llamaríamos del “montón”. Un día recibieron la llamada del Maestro de Galilea. Sin escatimar esfuerzo le siguieron. Para eso tuvieron que dejarlo todo: barcas, redes, familias, talentos, hasta la misma vida. Con la ayuda del Espíritu Santo se convirtieron en hombres fuertes y audaces, en protagonistas de la mayor revolución que ha conocido la Historia.
Si hoy rememoramos aquellos comienzos no es con la intención de hacer un ejercicio de retrospección histórica, y menos para quedarnos en una repetición mimética de costumbres y modos de hacer de otra época. Después entender de dónde les venía a aquellos primeros cristianos su fortaleza. Porque gracias a ella llevaron a cabo nada menos que la cristianización de la sociedad pagana de su tiempo. Del Maestro recibieron el mensaje que debían difundir; del Espíritu Santo, alma de la Iglesia, la fuerza y el valor para transmitirlo.
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