La Iglesia Católica y la Contra-fe
Philip Trower
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Por razones que son comprensibles, si no del todo justificables, muchos de nosotros tenemos aversión a los prefacios y las introducciones. Queremos “poner manos a la obra”, “meter nuestros dientes en la carne de la historia o el tema”. Tendemos a considerar los prefacios como palabrería superflua en los que el autor nos hace perder el tiempo excusando sus limitaciones, discutiendo con los opositores o explicando cosas que debería haber dejado claras en el cuerpo principal del texto. Si es que leemos un prefacio, por lo general es cuando hemos terminado el libro, momento en el que a menudo hemos olvidado no poco de lo que hemos estado leyendo, y mucho de aquello a lo que el prefacio se refería.
Por eso es que he disfrazado mi prefacio como un capítulo inicial. Es mucho más probable que descubran que han perdido el tiempo si no lo leen primero, ya que a menos que lo hagan no entenderán por qué el libro tiene la forma que tiene o su principal propósito o propósitos. Así que espero que perdonen este pequeño engaño inicial. Será el único deliberado.
Mi objetivo primero e inmediato, entonces, es completar la investigación sobre las raíces históricas de la crisis actual en la Iglesia Católica que comencé en Turmoil and Truth (Ignatius Press and Family Publications, 2003). Sin embargo, esta secuela tiene un objetivo más grande y de mayor alcance. Creo que habría habido espacio para un libro de este tipo incluso sin los cambios y perturbaciones que marcaron las últimas cuatro décadas del siglo XX.
Permítanme explicarlo. Hasta hace poco tiempo, los cristianos occidentales daban por sentado que vivían en lo que todavía era básicamente una cultura cristiana. Las creencias y principios cristianos eran la norma de la que todas las otras creencias o formas de incredulidad, por muy extendidas que estuvieran, eran desviaciones. Entonces, de repente, ellos se han encontrado a sí mismos como parte de una cultura en la que no sólo son una minoría, sino [de una cultura] que está cada vez más en desacuerdo con la mayoría de sus propias creencias y prácticas anteriores. Como resultado, a menudo ellos no saben hasta dónde pueden llegar con las nuevas formas de pensar y actuar. ¿Dónde tienen que trazar la línea? ¿Se puede redibujar alguna de las líneas preexistentes? Y si es así, ¿por dónde deberían correr?
Su situación no es, de hecho, diferente a la de los cristianos conversos del paganismo del siglo I DC, excepto que para los primeros paganos conversos era la misma situación pero al revés. Los primeros conversos del paganismo habían crecido tomando como norma las ideas y prácticas del mundo grecorromano en el que habían nacido.
Después de su conversión, sin embargo, se encontraron siendo miembros de una minoría que miraba la forma en que vivía la mayoría con ojos muy diferentes. La opinión de la mayoría ya no podía ser considerada como parte del orden natural de las cosas y, para empezar, a muchos les debe haber resultado tan difícil determinar lo que era aceptable o inaceptable en la antigua forma de vida pagana como a los cristianos de hoy encontrar su camino a través de los cambios dramáticos de los últimos cincuenta años. ¿Hasta dónde podían acompañar la costumbre establecida? ¿Todo tenía que ser rechazado? Y si no, ¿qué áreas de lo que antes había sido su diario vivir y pensar podían continuar como antes?1
Como vemos en los Hechos de los Apóstoles, esta última pregunta, una vez formulada, introdujo rápidamente un proceso de discernimiento que no sólo abarcó cuestiones prácticas (como si se podía comer carne sacrificada a los ídolos), sino que también sometió a escrutinio las especulaciones de los filósofos.
Los primeros Padres de la Iglesia tomaron la iniciativa. Pero en menor medida habrían contribuido innumerables otros cristianos, laicos y clérigos, cuyas palabras nunca fueron escritas o cuyos escritos han perecido.
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