Cristián Rodrigo Iturralde
Prólogo a la primera edición
Confieso al lector bien dispuesto que cuando Cristian Rodrigo Iturralde tuvo la deferencia de remitirme los primeros avances de su minuciosa investigación, supuse que se trataba de un ensayo más, elaborado al calor de la fe militante y de los bríos juveniles.
Por cierto que si aquí se hubiera agotado la iniciativa, de ningún reproche se haría pasible al autor, puesto que la juventud le cuadra por bendita razón de su edad, y la militancia le corresponde como a todo bautizado fiel. Sabiendo que la alegría de la juventud es su fuerza, según dice la Sagrada Escritura (Prov. 30, 18), no formulaba yo el menor desdoro sobre el escrito al presuponer congregadas en él ambas cualidades arriba mencionadas.
Pero no; no se trataba solamente de un ensayo ardoroso, movido por el legítimo afán testimonial. Había en esas páginas otras virtudes, que sin mengua de los inevitables aspectos perfectibles o depurables, las tornaban atrapantes y oportunas.
A los primeros envíos del autor siguieron otros y otros más, todos ellos reveladores de una voluntad estudiosa perseverante. Cuando quise acordarme, y a fuer del simple gesto cortés de contestar la correspondencia que me llegaba, estaba yo involucrado en la lectura analítica de una valiosa obra entonces inédita.
Enbuenahora gane ahora la calle y llegue a las inteligencias del público.
Ha sido un primer acierto del autor llevar a cabo aquello que en la tauromaquia y en el refranero popular se conoce como “tomar el toro por las astas”. En este caso, el gesto consistía en aclarar desde el principio, que -contrariamente a la falsedad masiva lanzada por los mass media- la Iglesia no había pedido perdón por el Tribunal de la Santa Inquisición, golpeándose el pecho contrita. Había pedido su estudio y su valoración; y no sólo eso. Se había ocupado expresamente de que tales investigaciones llegaran a buen puerto, y cuando arribaron, tras años de trabajo responsable, sus conclusiones, lejos de ser condenatorias, fueron contrarias a las opiniones apriorísticas del mundo.
El peso infamante de las leyendas negras, y el de los preconceptos interesados de los enemigos del Catolicismo, se derrumbaba ante los juicios serenos y críticos de los historiadores honestos.
Empero, nunca terminaremos de indignamos ante la liviandad y la maledicencia de los múltiples artífices de las susodichas leyendas negras. Armadas con las apariencias de verdades inconcusas, urdidas en concurrencia de objetivos impíos y de internacionales respaldos, fabricadas y difundidas con el apoyo de los modernos recursos tecnológicos, todas las versiones amañadas circulan y contagian el ambiente cultural hasta crear lo que se conoce como pensamiento único, políticamente correcto.
Pues en este libro, tan fiera estrategia de los mendaces, sufre un rotundo traspié.
Aludiremos al segundo mérito del autor usando otra expresión igualmente popular y refranera: meter el dedo en la llaga. Puede hacerse para que la herida duela, y en tal caso no nos es recomendable, sea la llaga propia o ajena, lo mismo da. Pero puede hacerse para curar, cauterizar y sanar una dolencia profunda, que no de otro modo cicatrizaría si no fuéramos capaces de llegar hasta el fondo con nuestra mano terapéutica. “No importa que el escalpelo haga sangre -recomendaba José Antonio Primo de Rivera-, lo importante es estar seguro de que obedece a una ley de amor”.
Por este segundo motivo; esto es, plenamente justificado, el autor ha metido el dedo en la llaga. No eludió ningún aspecto esencial, no omitió las cuestiones espinosas, no trazó rodeos para evitarse complicaciones, ni se distrajo con simulaciones ante los debates más controvertidos.
Salió al cruce. Y nos invita a distinguir lo que es la herejía, y el mal enorme que significaba en una sociedad cristocéntrica. Lo que es la caridad, y cómo no contradice su mandato el castigo a los protervos. Lo que es una sanción equitativa y prudente, alejada de una conducta sádica. Lo que es vigilar la ortodoxia sin que ello importe constreñir las conciencias ni las incuestionables libertades. Lo que es trabajar por la conversión de los infieles, o encarcelar a los delincuentes, o vigilar la pureza moral de las sociedades, contrario en todo a la coacción espiritual, a las arbitrariedades procesales o a la acción policíaca desmadrada e invasora. Lo que es misionar con celo evangélico, o preservar con tesón las formulaciones del Símbolo de los Apóstoles, y su diferencia con la acción omnipresente de un Estado sin alma.
Distinguir, y distinguir siempre con cuidado. Considerando los casos particulares, incorporando matices, dividiendo lo general de lo específico, la norma de la excepción; comparando, analogando, respondiendo desde el pasado pero también desde el presente.
Esto es lo que ha hecho Cristián Rodrigo Iturralde. Y por eso, esas llagas en las que ha metido la mano han terminado sanadas que no sangrantes. Mencionaremos tres casos por demás difíciles, que el lector podrá constatar:
el de la cuestión judía, el de la pena de muerte y el de la aplicación de las torturas. Quien busque los apriorismos habituales en estos tópicos -incluso los de procedencia “católica”- no los hallará. Hallará en cambio argumentos sopesados, razones medidas, constataciones documentales, testigos incuestionables.
Sea que se hable de la censura y del Index, de los terribles y silenciados crímenes rituales de procedencia hebrea, de los atropellos de origen protestante o del mentadísimo y tergiversadísimo caso Galileo, la verdad es que cada incursión en estas delicadas laceraciones ha sido tratada con responsabilidad y respeto. Incluso con calculado respeto a la sensibilidad del lector contemporáneo. Una sensibilidad que, muchas veces desordenada, le impide entender que en el pretérito prevaleció otra jerarquía de bienes, en cuya cúspide estaba, como cuadra, el Bien Supremo que es Dios.
Al tercer mérito de la obra -y para no quebrar el criterio didáctico que nos hemos impuesto- también le aplicaremos para su valoración un decir popular más que elocuente. Aquel según el cual, al que le venga bien el sayo que se lo ponga.
El sayo aquí mentado, por lo pronto, es el de los derechos humanos, muletilla inevitable en la dialéctica oficial corriente. Para escándalo de los prejuiciosos, lo cierto es que pocos tribunales conoció la historia tan preocupados por las garantías jurídicas de su época como el de la Santa Inquisición. El capítulo dedicado a los “medios de defensa” que el acusado tenía a su alcance, imprimen un dejo de envidiable nostalgia. Otrosí el de los cuidados con los reclusos para que las cárceles no fueran causa de ignominia.
Cuando en los días que corren en nuestra patria vemos, por un lado, el garantismo más ruín para con los asesinos; y por otro, las arbitrariedades jurídicas más escandalosas a favor del oficialismo, sin que falten jueces explícitamente enrolados en la contranatura, no podemos sino añorar aquella institución que movilizaba a un sinfín de magistrados probos, procurando la plena realización de la justicia.
Se aducirá éste o aquél otro caso concreto de inequidad manifiesta; éste o aquél caso particular de inquisidor desaprensivo, de funcionario deshonesto, de honor vulnerado, de libertad coartada. Nadie niega la naturaleza humana y la inclinación al pecado. Ergo, nadie niega los errores, se cuenten por decenas o se reduzca a uno solo y resonante. Pero se trata precisamente del otro sayo que alguien tiene que ponerse. Porque el grueso de estos errores o abusos fueron primero y casi siempre enunciados por la misma Iglesia. La Inquisición no necesitó de sus enemigos para criticar y denunciar sus excesos. Tampoco inventó el populismo para dejar constancia de las fervorosas adhesiones populares que suscitaba; así como por contraste, de la desazón manifiesta en el pueblo llano cuando el Tribunal conoció su clausura histórica.
En un valioso texto que recoge algunas de sus catequesis de los miércoles -Gli apostoli e i primi discepoli di Cristo-, el Papa Benedicto XVI, al trazar la semblanza de Juan, el vidente de Patmos, hace expresa mención a “las graves incomprensiones y hostilidades que también hoy sufre la Iglesia”, y que “son sufrimientos que ciertamente no se merece, como tampoco Jesús mereció el suplicio”. Uno de esos dolores inmerecidos es la pertinaz mentira sobre su pasado, y una de esas mentiras recurrentes, malévolas e insidiosas, tiene a la Inquisición como objeto predilecto.
Mérito final, entonces, el del autor de estas páginas; y ya no propiamente intelectual sino moral, el de socorrer a la Iglesia sometida al suplicio de la impostura, alcanzándole en medio de la cruz el agua fresca de la Verdad. “Dichoso el hombre en cuyo espíritu no hay fraude”, canta el Salmista (Sal. 32, 2).
Le caben al autor estas palabras. Y hacemos votos para que le sigan correspondiendo en lo sucesivo, si el oficio de apologeta abraza.
Recuerdo al concluir este desmañado prólogo, unos viejos versos de Ignacio Braulio Anzoátegui dedicado a las Invasiones Inglesas. El sabiamente irritativo Braulio -alegre pendenciero contra el mundo y su dueño- a la hora de explicar las razones de nuestra victoria sobre el invasor, apunta ésta que no es de menor monta: “Y teníamos, para defendernos de las tentaciones del espíritu, el Tribunal de la Santa Inquisición”.
Por eso el buen combate, el triunfo claro, el pendón desafiante, y las insignias enemigas capturadas y puestas al pie de María Santísima. Por eso, al fin, la Reconquista.
Permita el Dios de los Ejércitos que la lectura de estas páginas devuelva a los católicos el orgullo de serlo, arranque el abandono definitivo del complejo de inferioridad y de culpa en que nos quieren ver sumergidos los enemigos, y nos restituya el deber impostergable de la batalla heroica por el honor de la Esposa de Cristo.
Antonio Caponnetto
Buenos Aires, Cuaresma del 2010.