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La libertad, ¿para qué?

Georges Bernanos

Bélgica, África del Norte

Diciembre de 1946 — primavera de 1947

Un profeta no es profeta de verdad sino después de su muerte, y hasta ese momento no es un hombre muy tratable. Yo no soy profeta, pero sucede que veo lo que los demás ven igual que yo, pero no quieren ver. El mundo moderno desborda hoy de hombres de negocios y de policías, pero le hacen mucha falta unas cuantas voces liberadoras. Una voz libre, por muy amarga que sea, es siempre liberadora. Las voces liberadoras no son las voces sedantes, tranquilizantes. No se contentan con invitarnos a esperar el futuro como se espera el tren. El futuro es algo que se sube cuesta arriba. El futuro no se padece, se hace.

Hay, seguro, entre vosotros algunos que me han hecho el honor de leerme, pero tal vez son ésos precisamente los que tienen más necesidad de que se les tranquilice acerca de mí.

Desgraciadamente, nada es más fácil que equivocarse sobre el verdadero carácter de un autor aún vivo. La mayor parte de nuestros libros, en efecto, no adquieren su significación verdadera sino después de nuestra muerte; por eso precisamente, en cuanto hemos obtenido una cierta audiencia de público, es decir, unas grandes tiradas, los editores piensan que deberíamos facilitarles la tarea, y dejarles que nos enterraran tranquilamente, es decir en definitiva, dejarles que nos la den con queso una vez más, la última vez. Es verdad que se me tiene por un hombre violento, pero eso se debe al que detesto violentamente toda violencia, y especialmente a la más odiosa de todas, esa que, bajo el nombre de propaganda, dado a la organización universal de la mentira, se ejerce hoy sobre los espíritus. En otro tiempo había un pensamiento francés. Ahora se quiere que no haya más que una propaganda francesa. Cuando millones y millones de hombres se preguntan con angustia: «¿Qué es lo que piensa Francia?», la propaganda les responde: «Francia piensa un poco de todo», y planta su tenderete de feria de muestras. Así, la propaganda intelectual francesa se ha convertido un montón de veces en algo así como una exposición ambulante, una organización publicitaria al servicio de un cierto número de intelectuales franceses, con derecho a la presentación del monstruo de turno… El mundo no necesita que se le demuestre que Francia es aún capaz de pensar, que dispone aún de un equipo apreciable de pensadores. Quisiera saber lo que piensa, y no por curiosidad, sino porque está terriblemente inquieto por el futuro.

En dos palabras: el mundo quiere saber qué piensa Francia del futuro, y se extraña de verla razonar, tras el final de las hostilidades, con los motivos, ya inservibles, de la propaganda general de guerra. Se pregunta si, en esto como en los demás, lo único que nos proponemos es el endosar nuestros productos, como si el resurgir del pensamiento francés no fuese sino el aspecto más modesto del resurgimiento económico, y como si nuestra ambición no fuera más allá de vender nuestros libros con el fin de obtener divisas.


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