María Vallejo-Nágera

PRÓLOGO

La mendiga

La luna se había escondido. Quizá hubiese captado que su blancura plateada nada podría hacer esa noche para templar los corazones agitados de los habitantes de la ciudad.

Una brisa helada y sigilosa se colaba sutilmente por cada recoveco, esquina y puente, dejando tras de sí un halo de extraña destemplanza que impunemente se posaba sobre los rostros de los inquietos habitantes.

Acosados por sus propios fantasmas, los parisinos habían salido a la calle para empapar el miedo latente de sus corazones con alcohol, y alborotadores, enturbiaban las calles con los ecos de sus risotadas y conversaciones entorpecidas por lenguas de trapo.

A pesar de la creciente inseguridad ciudadana y el terror que se palpaba en las miradas, las callejuelas bullían en movimiento.

Los ciudadanos, aturdidos por los últimos y estremecedores acontecimientos políticos, engañaban el entendimiento con la absurda quimera de que todo peligro era ajeno a sus vidas, convenciéndose a golpe de botella de que una frugal diversión podría mitigar el espanto subliminal que cargaban sus almas.

Ni siquiera el aroma de París era el mismo aquella noche. Parecía como si cada ladrillo, piedra o vidriera se hubiera impregnado de un desagradable olor difícil de definir. ¿Qué sería aquello que aplastaba los pulmones al ser inhalado? ¿Se trataba acaso del olor al miedo?

La tabernera Marlene no lo sabía, como tampoco tenía tiempo para encontrar una respuesta. Se lo preguntaba una y otra vez mientras intentaba atender a los muchos borrachines que plagaban su negocio a esas horas nocturnas, y que la mantenían terriblemente atareada.

Ataviada con un enorme delantal a cuadros, lleno de lamparones y haciendo lo imposible para que ningún rufián se fuese sin pagar, mantenía el equilibrio corporal con una extraordinaria agilidad mientras deslizaba una pesada bandeja con vasos de vino entre las mesas.

Aquella noche Marlene laboraba con el corazón encogido de angustia. La ya precaria salud de su madre, una anciana cuya edad era un misterio incluso para ella misma, había empeorado sensiblemente durante esa mañana y la obesa tabernera temía lo peor.

Estando así las cosas, ni el bullicio y griterío de su local, ensordecedor y escandaloso, conseguía templar su constante preocupación.

Mientras servía una copa de vino allí y recibía un pellizco en el trasero de un cliente ebrio allá, se preguntaba inquieta cómo se encontraría madame Cecile ahí arriba en la buhardilla, donde apagándose como una vela a medio consumir, rozaba la muerte con los dedos.


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