Joseph Ratzinger
Prólogo
Roma en invierno. En la plaza de San Pedro la gente llevaba abrigo y sujetaba el paraguas con fuerza. En los cafés tomaban té, y cuando fui al camposanto a visitar una tumba, incluso los gatos protestaban.
El Cardenal, como de costumbre, todavía tenía que trabajar el sábado en su oficina y, cuando él terminara, pensábamos acercarnos a Frascati, a Villa Cavalletti, un antiguo colegio de Jesuitas. El chofer esperaba junto a un Mercedes que la Congregación para la Doctrina de la Fe había comprado de segunda mano hace años en Alemania. Yo estaba allí con una enorme cartera, como si fuera a hacer un viaje alrededor del mundo. Por fin se abrió la puerta y por allí salió un hombre de pelo muy canoso dando pasitos cortos, con aspecto resuelto al tiempo que fácilmente vulnerable. Iba vestido de traje negro con alzacuellos y en la mano tenia una pequeña y modesta cartera negra.
Yo había dejado de pertenecer a la Iglesia hacía tiempo; tuve motivos sobrados para hacerlo. Antes, nada más entrar en la casa de Dios, uno se sentaba allí y enseguida se sentía torpedeado por minúsculas partículas cargadas de una fe de siglos. Pero ahora, en cambio, todo se ha hecho cuestionable y la Tradición durante tanto tiempo vigente, queda cada vez más lejana. Hay quienes opinan que la religión tendría que adaptarse a las necesidades del hombre, pero también hay otros que piensan que el cristianismo está pasado de moda; el cristianismo no va ya con nuestro tiempo; su legitimidad ha caducado. Desertar de la Iglesia no es cosa fácil, pero volver a ella mucho menos todavía.
Porque, ¿existe Dios realmente? Y en caso afirmativo, ¿necesitamos también la Iglesia? ¿Cómo tendría que ser en realidad la Iglesia y cómo podríamos volver a confiar en ella?