La Virgen María
Tihamér Tóth
CAPÍTULO PRIMERO
¿CON QUÉ TÍTULO HONRAMOS A LA VIRGEN MARÍA?
El renombrado filósofo americano EMERSON consigna un episodio interesante de un viaje que hizo en autobús.
Un día bochornoso de verano subió cansado y sin humor a un auto de línea. Con tedio iba realizando su viaje… de media hora. Con el mismo sopor, y sin pensar en nada, estaban sentados también los demás viajeros del coche… cuando, en una de las paradas, subió una mujer joven con su hijito, de cabellos rubios y ojos azules. Apenas se hubieron sentado en un rincón del coche, cambió del todo el humor de los pasajeros. Como si todas las preguntas, sonrisas, carcajadas del inocente niño trajesen el aire del paraíso perdido a los hombres cansados por el camino fatigoso de la vida. Y la madre sostenía con tanto encanto y amor a su hijito, y le hablaba con tal cariño, que la mirada de todos se clavaba en ellos y un calor extraño derretía los corazones, sumidos antes en la indiferencia.
El autobús que los astrónomos llaman «Tierra» iba corriendo hacía ya millares de años, con millones y millones de viajeros: hombres agotados, maltrechos, sumidos en la indolencia, que ni sabían adónde iba el coche…, cuando un día, hace dos mil años, subió a él una madre joven, teniendo en los brazos a su hijito, rubio y sonriente; y apenas ocupó un asiento en un rincón del coche, allá en la cueva de Belén, el alma de los viajeros se sintió caldeada por un fuego jamás sentido, y el corazón, antes indiferente, recibió nuevas fuerzas, como por ensalmo, de una belleza y ternura desconocidas. Y desde aquel día, la Madre y el Hijo viajan siempre con nosotros e irradian un encanto indecible y una fuerza de aliento que refrigera las almas cansadas en las luchas de la vida.
No se puede hablar de Jesucristo sin extenderse también a su Madre Virgen. No es posible dar a conocer la doctrina de Cristo, el cristianismo, sin mencionar a la Virgen María. Es la Virgen Santísima quien comunica hermosura, fragancia y encanto al cristianismo. Ella es la antorcha de la gruta de Belén, la estrella más hermosa de la noche. Su murmullo es el más dulce «Gloria». Nazaret no sería el hogar de Jesús si en este hogar no encontráramos a su Madre y al Arcángel; el Gólgota no sería tan admirablemente conmovedor si Jesús no hubiese plantado junto al árbol de la cruz el lirio del valle, el primero regado por la sangre preciosísima o esa rosa que sube por el árbol y florece en sentimientos de dolor. La Virgen Santísima logra el primer milagro, recorre la primera el camino de la cruz, encierra en su corazón la fe puesta en el Hijo muerto y en su obra; es la primera que besa, con el deseo y el consuelo de la felicidad eterna, las llagas de Jesús; hace, sola ella, la vigilia de la primera resurrección. Ella sola esperó treinta y tres años antes al Verbo en la noche de la Anunciación; ella sola Le recibió en la Navidad de Belén; ella sola Le aguardó en el amanecer de la Pascua Florida. (PROHÁSZKA.)
«Nació de María Virgen» —así rezamos en el Credo. El Credo no contiene sino estas cuatro cortas palabras, a ella referentes: «Nació de María Virgen.» Breve frase; pero su contenido es tan profundo, que los nueve capítulos que vamos a escribir de la Virgen María casi no bastarán para descubrir cuanto encierra la frase.
Lo primero que haremos es examinar los fundamentos dogmáticos del culto de María.
El árbol de magnífica fecundidad, el culto de María, que se despliega y despide su fragancia con miles y miles de flores perfumadas en nuestros templos, en nuestros cánticos, en nuestras imágenes, en nuestras fiestas, en nuestros santuarios, centros de romería, ¿de qué raíces se alimenta? ¿Con qué títulos honramos a la Virgen María? Tal será el tema de este capítulo. Y nuestra respuesta será doble: I. La honramos por ser Ella la Madre de Dios, y II. Porque la Sagrada Escritura nos inculca su culto.
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