Padre Ángel Peña Benito
INTRODUCCIÓN
Para muchos hombres actuales Dios existe, pero es un Dios lejano, algo así como el motor inmóvil de Aristóteles, que decía que había dado la vida y el ser a todo lo creado, pero que lo había dejado todo abandonado a su suerte y, por tanto, todos los sucesos eran fruto del azar. Otros, como los masones, consideran a Dios como el gran arquitecto del universo, el creador de todo, pero sin ninguna intervención en el mundo. Para ellos Dios es ajeno a la vida humana que se desenvuelve sin Él, como un creador impersonal que se olvida de sus criaturas. Pero para los cristianos esta visión de un Dios impersonal, lejano, olvidado de los hombres, es totalmente contraria a sus principios y a su fe.
Dios es un padre bueno, que es Amor (1 Jn 4, 8.16) y nos ha creado por amor. Y nos dice: Te he amado desde toda la eternidad (Jer 31, 3). Mi amor nunca se apartará de tu lado (Is 54, 10). Tú eres precioso a mis ojos, de gran estima, y Yo te amo mucho (Is, 43, 4). Nunca te dejaré ni te abandonaré (Jos 1, 5; Heb 13, 5).
Desde este punto de vista, la historia humana sólo tiene sentido en el amor de Dios que nos ha creado por amor y para amar. El amor es el que da sentido a nuestra vida. Al final, seremos juzgados por el Dios-Amor de acuerdo a nuestro amor o desamor (bien o mal). El cielo será la plenitud de la felicidad o, dicho de otro modo, la plenitud del amor para siempre.
La historia humana se convierte así en este mundo en una serie de acontecimientos que son fruto de la libertad humana, que Dios siempre respeta, pero también de un Padre bueno y providente que guía a sus hijos hacia el bien y, en ocasiones, los corrige para que puedan reaccionar y rectificar sus errores, ya que no puede permitir con indiferencia que sus hijos hagan el mal, fabricándose así su propia infelicidad temporal y eterna.