Llamados a la vida
Jacques Philippe
INTRODUCCIÓN
¿Cómo vivir la vida? ¿Cómo alcanzar la felicidad? ¿Cómo llegar a ser hombre o mujer en plenitud? Preguntas que se plantean siempre, más aún hoy, en un mundo que ya no ofrece muchos puntos de referencia, en el que nadie acepta soluciones preconcebidas y donde todos parecen buscar en sí la respuesta a estos interrogantes. En la práctica, la mayor parte de nuestros contemporáneos, alérgicos a cualquier norma impuesta desde el exterior, tratan de sacar el mejor partido de la vida presente y fabricarse una felicidad a su modo en función de la imagen que se han forjado. Una imagen que procede de la educación, de la cultura y de la experiencia de cada uno, pero que está plenamente modelada (conscientemente o no) por la cultura ambiente y por los mensajes de los medios de comunicación. La frágil felicidad que intentan crearse así no resiste, en general, a la prueba de la enfermedad, de los fracasos, de las separaciones, de los diversos dramas que conoce toda existencia humana. La vida no parece cumplir todas las promesas que ofrece en tiempos de la juventud.
Sin embargo, yo creo que la vida es una aventura maravillosa. A pesar de la carga de decepciones y sufrimientos que presenta algunas veces, podemos encontrar en ella el modo de crecer en humanidad, en libertad, en paz interior, y de desarrollar toda la capacidad de amor y de alegría que están depositadas en nosotros.
No obstante, eso implica una condición: la renuncia a controlar la existencia, a querer programar nuestra propia felicidad, y aceptar el hecho de dejarnos conducir por la vida en los acontecimientos felices y en las circunstancias difíciles, aprendiendo a reconocer y aceptar todas las llamadas que se nos dirigen día tras día. Acabo de emplear la palabra «llamada», que será la palabra clave en todo este libro. Esta noción, sencilla pero muy rica, me parece absolutamente fundamental en los planos antropológico y espiritual. El hombre no puede realizarse únicamente llevando a cabo los proyectos que elabora. Es legítimo, incluso necesario, tener planes y movilizar la inteligencia y la energía para ponerlos por obra, pero me parece que esto es insuficiente, y si se produce el fracaso, puede dar lugar a grandes desilusiones. La preparación y la realización de proyectos deben ir plenamente acompañadas de una actitud distinta, a fin de cuentas más decisiva y más fecunda: la de atender a las llamadas, a las discretas invitaciones, misteriosas, que se nos dirigen de manera continua a lo largo de nuestra existencia; la de dar prioridad a la escucha y a la disponibilidad más que a la realización de nuestros planes. Estoy convencido de que sólo podemos realizarnos plenamente en la medida en que percibamos las llamadas que diariamente nos dirige la vida y consintamos en responder a ellas: llamadas a cambiar, a crecer, a madurar; a ensanchar nuestros corazones y nuestros horizontes; a salir de la estrechez de nuestro corazón y de nuestro pensamiento para aceptar la realidad de un modo más amplio y más confiado.
Estas llamadas llegan a nosotros a través de acontecimientos, del ejemplo de personas que nos impactan, de los deseos que nacen en nuestro corazón, de las peticiones que nos llegan por parte de un allegado, del contacto con la Sagrada Escritura o por otros medios. Tienen su origen último en Dios, que nos ha dado la vida, que no cesa de velar por nosotros, que, con ternura, desea conducirnos por los caminos de la existencia, y que interviene permanentemente, de un modo discreto, a menudo imperceptible pero eficaz, en la vida de cada uno de sus hijos. Esta presencia y esta acción de Dios, aunque desgraciadamente quedan ocultas a muchos, se revelan a aquellos que saben adoptar una actitud de escucha y de disponibilidad.
Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos. De un modo misterioso pero real, no deja de llamarnos de distintas formas para dar a cada una de nuestras vidas un valor, una belleza y una fecundidad que superan todo lo que podemos prever e imaginar, como nos hace oír san Pablo:
«Al que tiene poder sobre todas las cosas para concedernos infinitamente más de lo que pedimos o pensamos, gracias a la fuerza que despliega en nosotros, a Él sea dada la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones por los siglos de los siglos. Amén» (Ef 3, 20-21).
Sería una lástima que nos priváramos de esta actuación de Dios y nos encerráramos en el mundo demasiado reducido y decepcionante de nuestros propios proyectos personales.
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