Luz del Mundo
Benedicto XVI
Prefacio
Castelgandolfo, en verano. El camino hacia la residencia del Papa llevaba por carreteras solitarias. En los campos la brisa mecía las espigas, y en el hotel en el que había reservado una habitación bailaban, alegres, los convidados de una fiesta de bodas. Sólo el lago, bien abajo, en la hondonada, parecía sereno y sosegado, grande y azul como el mar.
Como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger me había brindado ya dos veces la ocasión de entrevistarlo durante varios días. Su posición era que la Iglesia no debe esconderse, la fe debe y puede ser explicada, porque es racional. Me daba la impresión de ser alguien joven y moderno, para nada cicatero, sino un hombre que arriesga con coraje, que mantiene viva su curiosidad.
Un maestro de superioridad soberana y, además, incómodo, porque ve que estamos perdiendo cosas a las que, en realidad, no se puede renunciar.
En Castelgandolfo habían cambiado algunas cosas. Un cardenal es un cardenal, y un papa es un papa. Nunca antes en la historia de la Iglesia un pontífice había respondido preguntas en la forma de una entrevista directa y personal. Ya el solo hecho de esta conversación coloca un acento nuevo e importante. Benedicto XVI había aceptado poner a mi disposición, durante sus vacaciones, una hora diaria desde el lunes hasta el sábado de la última semana de julio. Pero ¿qué tan abiertas serán sus respuestas?, me preguntaba yo. ¿Cómo juzgará la labor que ha realizado hasta ahora? ¿Qué otras cosas se habrá propuesto emprender aún?
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