Mi lucha contra Hitler
Dietrich von Hildebrand
¿QUIÉN ERA EL HOMBRE QUE SE ENFRENTÓ A HITLER?
Dietrich von Hildebrand abandonó Alemania para siempre el 12 de marzo de 1933. Tenía cuarenta y tres años: ni siquiera la mitad de su larga vida. No obstante, contaba con la madurez suficiente para ofrecer el testimonio que estaba llamado a dar. Toda su existencia fue una preparación para ese momento.
Dietrich vino al mundo el 12 de octubre de 1889 en Florencia, en la villa familiar San Francesco. Su padre, Adolf von Hildebrand, era uno de los escultores y arquitectos más célebres de la Alemania de entonces. Irene, su madre, una mujer instruida y culta, había recibido una enseñanza poco formal. Nacido después de cinco hermanas, Dietrich era el miembro más joven de la familia Hildebrand y el único hijo varón de Adolf e Irene. En 1898, Adolf fue contratado en Munich para construir una fuente: la famosa Wittelsbacher Brunnen. A partir de entonces, la familia pasaba seis meses en Florencia y otros seis en Munich, donde residían en Maria-Theresia Strasse, en una amplia vivienda diseñada por Adolf.
¿Se puede hallar en la infancia de Hildebrand algún rasgo precoz del futuro “enemigo número uno” de los nazis? Una anécdota recogida en sus memorias nos proporciona una primera clave. Dando un paseo con Nini, su hermana mayor, a esta le sorprendió la resistencia de Dietrich a admitir que todos los valores son relativos. Cuando Nini recurrió a su padre, defensor del relativismo moral, Adolf le contestó: “Pero Nini, si solo tiene catorce años…”. Aquello molestó mucho a Dietrich, quien replicó: “Tus argumentos resultan muy débiles si la única prueba que tienes en mi contra es la edad”. En sus últimos años de vida, Hildebrand recuperó este episodio en los primeros párrafos de la autobiografía intelectual que estaba redactando. «Este episodio es muy característico de mi visión filosófica», escribe, pues no solo expresa «mi convicción más íntima de que la verdad objetiva existe y puede ser conocida», sino que demuestra «mi capacidad de resistencia a la influencia del entorno y mi inmunidad a las ideas que de algún modo impregnan “el ambiente”»[1].
Y algo que no impregnaba precisamente el ambiente de San Francesco era la religión. Aun así, desde niño Hildebrand dio señales de una personalidad profundamente piadosa.
Adolf e Irene eran protestantes solo oficialmente, de ahí que sus hijos estuvieran bautizados. Pero su auténtica religión —por decirlo de algún modo— rendía culto a la belleza. Dietrich creció viviendo y respirando arte, y particularmente música, a la que era muy aficionado. La religión en cuanto revelación o culto divino no formaba parte de su mundo. Las iglesias eran una manifestación de la belleza artística, y la religión una fuente de inspiración estética.
No obstante, la riqueza cultural de San Francesco —una «isla espiritual», en palabras de Hildebrand— fue terreno fértil para algo más que una mirada crítica y un oído cultivado. Ese «mundo artístico de mis padres y mis hermanas», dice, era «elevado y noble y se hallaba exento de banalidad, convencionalismo y mediocridad». Y era reverente: no con una reverencia sobrenatural a Dios, sino con el reconocimiento de que el mundo está lleno de misterio y de que las grandes obras son dignas de admiración.
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