Juan Martin Velasco
PRÓLOGO
En los últimos años viene empleándose una larga serie de símbolos para expresar la indigencia de la situación religiosa en los países occidentales de tradición cristiana. La fe y la Iglesia estarían atravesando «tiempos de invierno»; en Europa estaría produciéndose una «desertización espiritual y religiosa»; la cultura actual impondría a los creyentes vivir en «situación de intemperie»; nuestra generación estaría pasando por la «noche oscura».
Para explicarla y dar cuenta de su alcance real, filósofos, teólogos y autores espirituales remiten a Dios y acumulan las imágenes para expresar su aparente «ausencia», su «silencio», su «eclipse», su «alejamiento» y hasta su «muerte».
Es verdad que no faltan hechos, aparecidos sobre todo en las últimas décadas, como los nuevos movimientos religiosos y la proliferación de espiritualidades, incluso al margen de las religiones, que invitan a la cautela y están forzando a repensar interpretaciones de la secularización y la descristianización de Europa que preveían la desaparición del cristianismo, al menos en sus formas actuales, del continente en el que se extendió en sus orígenes y desde el que se propagó por todo el mundo.
A pesar de todo, es imposible ignorar o negar la presencia de una grave crisis espiritual y religiosa en toda Europa. Crece además la impresión de que la crisis afecta a las raíces mismas de esa vida religiosa, a Dios y la fe en él. De ellas son manifestaciones claras el crecimiento del número de los no creyentes, la radicalización de la increencia, sobre todo bajo la forma de la indiferencia más completa hacia lo religioso, y la misma contaminación por esa indiferencia de muchos de los que siguen –¿o tal vez seguimos?– llamándose creyentes.
Los hechos, ciertamente, parecen avalar esos diagnósticos pesimistas. De ahí, y como respuesta a la situación, la permanente y cada vez más apremiante llamada de la jerarquía de las Iglesias a la misión, la evangelización, la nueva evangelización. La misma necesidad de reiterar la llamada de forma tan insistente es indicio de las resistencias con que esa llamada choca en el seno de la Iglesia y de las dificultades que experimentan las comunidades cristianas para responder a ella. Esto explica el clima de malestar y desánimo que viven no pocas comunidades y la aparición en su interior de preguntas cada vez más angustiadas sobre el futuro del cristianismo. ¿Somos, se preguntan muchos cristianos adultos en Europa, los últimos cristianos?
A lo largo de mi vida, entrada ya en su última etapa, me he ocupado con frecuencia de esta situación y de la búsqueda de posibles respuestas a la misma. Tras haber constatado el «malestar religioso de nuestra cultura», he consagrado no pocos esfuerzos a la interpretación de la increencia y a la búsqueda de caminos para la evangelización. Últimamente, la colaboración periódica en una revista cristiana –Reinado Social primero; 21 RS después, y finalmente 21 a secas– y en una sección fija: «Última página», de Misa Dominical, del Centro de Pastoral Litúrgica de Barcelona, me ha permitido tomar mes a mes durante casi quince años el pulso a la actualidad del cristianismo y más concretamente a la Iglesia. En una y otra colaboración he intentado detectar y poner de manifiesto las dificultades y las oportunidades con las que se ven enfrentados los cristianos de nuestros días; he denunciado opciones y decisiones de las autoridades de la Iglesia que me parecían equivocadas y he saludado con gozo iniciativas y acontecimientos en el mundo y en la Iglesia que me parecían gérmenes de espiritualidad y de vida cristiana que ni siquiera durante estos años difíciles han faltado. Esas colaboraciones constituyen lo fundamental de este libro.