Pescadores de hombres
Antonio Pavía
Introducción
Hombres de Dios para el mundo
Juan culmina el prólogo de su evangelio con una declaración, llamémosla testimonio de fe, que provoca y muy agradablemente nuestra sorpresa; parece como si el evangelista quisiera situarnos en el umbral, al pie de la fe adulta, aquella por la cual no solamente aceptamos la existencia de Dios, sino que nos permite saber quién es Él para nosotros. Oigámosle: «A Dios nadie le ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer» (Jn 1,18).
El testimonio joánico nos suena a una confidencia que no se diluye en interioridades, sino que se eleva majestuosamente hasta tomar forma de proclamación gozosa de la fe en cuanto don del Hijo de Dios. Proclamación que lleva implícita la adhesión a Jesús como Señor, y también como autor de la fe, como nos dice el autor de la Carta a los hebreos: «… Fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma nuestra fe…» (Heb 12,2).
Juan, el que durante la última cena estuvo con su oído adherido al pecho-seno de Jesús, que, en la espiritualidad bíblica, es reconocido como la fuente de la sabiduría del Padre, representa a todo discípulo en lo que respecta a su deseo de beber de la fuente de la sabiduría de su Maestro. Estamos, por supuesto, hablando del único Maestro: Jesús, aquel a quien Isaías anuncia proféticamente como discípulo cuyo oído está permanentemente abierto al Padre (Is 50,4).
Solo así, teniendo con su Maestro la misma actitud que Él tuvo con su Padre, podemos entender que pudiera dar a luz el cuarto evangelio, aquel que es conocido como el evangelio pneumático. Solo desde una situación privilegiada como la de Juan –me refiero al oído abierto al Maestro– es posible la predicación que alcanza a tocar el alma del hombre.
Nadie ha conocido a Dios como Él desea ser conocido. Juan no hace esta afirmación tan tajante movido por una simple corazonada. De ser así, sus palabras no tendrían ningún valor. Tenemos motivos serios para creer que su discurso nace de las palabras que Jesús dirige al Padre, justamente antes de cruzar el umbral que le lleva hacia la muerte: «Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos» (Jn 17,26).
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