José Luis Martín Descalzo
PROLOGO
Verán, veremos, sus innumerables amigos, cómo José Luis se las compondrá para seguir presente aquí abajo, entre nosotros, haciendo cosas, publicando artículos y libros. Lo de verle aparecer en televisión ya sería escandaloso. No creo que las reglas de juego de allá arriba lo consientan.
Es normal y razonable que una persona al morirse desaparezca de nuestro paisaje mundano. Pero José Luis rebasó en vida mortal todas las normas establecidas y alguna se saltará también en su existencia inmortal. Quiero decir que sus trallazos de luz y fervor continuarán de cuando en cuando abriendo surcos en la piel reseca de nuestro aburrimiento, de nuestra indiferencia, nuestro cansancio y nuestro escepticismo.
Empieza con este libro a darnos sus «razones» desde la otra orilla: razones, sus razones, para la esperanza, para la fe y para el amor. Son páginas suyas que José Luis, al marcharse, dejó pendientes de mandar a la imprenta. A mí nada me extrañaría que entre unas y otras él nos cuele, por sorpresa y sin previo aviso, alguna escrita ya con tinta del otro barrio: sería aconsejable que el editor conservase los originales por si, tarde o temprano, conviniera realizar análisis críticos.
Su inmensa familia de lectores nos sentimos alegres y consolados con que él no se haya ido del todo. José Luis necesitó amar y ser amado, nada como el cariño le importaba tanto en su vida. Recibió cariño a toneladas, fue hombre afortunado. La difusión de sus «Razones» constituye un fenómeno impresionante dentro del panorama librero de España y también de Iberoamérica: la demanda masiva forzó ediciones a chorros. No eran estas «Razones» libros que se compran más o menos por inercia; fueron libros cálidos, tiernos, —que hacían familia— y nos ataban en la enorme gavilla de amigos entrañables del autor.
Porque zarandeaba él las cosas de todos —preocupaciones, gozos, alegrías, inquietudes y desgracias—, todo tuvo sitio en sus páginas, escritas siempre con un criterio de cristiano a la vez ferviente y libre, inconformista. José Luis nunca entró en los engranajes de la organización eclesiástica, ese aparato al parecer inevitable que aprisiona, como una camisa de fuerza, nuestra existencia eclesial y distribuye prebendas temporales a sus peones haciéndoles manejar a todas horas la palabra evangélica de humildad y servicio mientras ejercen el poder y disfrutan honores.
Los burócratas vaticanos decidieron, quizá un poco avergonzados de mantener fuera de su órbita a un sacerdote de apostolado exitoso, conceder al padre Martín Descalzo la ridícula etiqueta de «monseñor», que da derecho a vestir sotana ribeteada y ceñirse —¡en estos tiempos!— una faja colorada encima de la barriga: como para desternillar de risa a los discípulos inmediatos de Jesús de Nazaret.
José Luis nos pidió a los amigos que por favor, por favor, mantuviéramos secreta aquella «cosa-vaticana» y le evitáramos sentirse ridículo: consiguió que apenas nadie conociera «el honor que las altas instancias de la organización habían pretendido otorgarle».
Los poetas tienen la ventaja de que alargan su sombra bienhechora. Le notamos a él cercano. Presente. Inmerso en nuestro torrente histórico. Humano, humanísimo. Y creyente, amoroso.
JOSÉ MARÍA JAVIERRE