Matilde Eugenia Pérez Tamayo
INTRODUCCIÓN
Hablar del sufrimiento, en un mundo como el nuestro, y en nuestro tiempo, puede parecer “llover sobre mojado”, decir lo que todos ya saben, lo que sentimos en nuestra propia carne; lo que todos lamentamos y quisiéramos olvidar, aunque fuera sólo por un momento. Se ve inútil, repetitivo, masoquista – tal vez –, y sin embargo, es útil, necesario, urgente, porque el sufrimiento, cualquiera que sea, pero de un modo particular aquel que nace de la injusticia y de la violencia, afecta nuestra vida personal en su más profunda intimidad y afecta también nuestra convivencia con los demás, de manera grave, y puede llegar a ponernos en situaciones bien difíciles, que es preciso, primero identificar, y luego aceptar, entender, aprender a manejar, y llegar a superar, si queremos tener paz interior; si queremos llevar nuestra vida a su plenitud y construir una sociedad nueva y justa para todos.
El sufrimiento físico y espiritual, es un misterio; un misterio que nos toca profundamente, que nos hiere de mil maneras distintas, en el cuerpo y en el alma; un misterio que nos envuelve sin que sepamos claramente por qué ni cómo; un misterio que tenemos que aceptar, porque es ineludible para todos; nadie puede escapar al sufrimiento por muy intensamente que lo desee y por mucho que luche para conseguirlo.
El sufrimiento físico y espiritual, es un misterio que tenemos que asumir porque está íntimamente unido a nuestra condición humana, que es débil y limitada, y fue herida de muerte por el pecado; un misterio que tenemos que “conocer” y “entender” en la medida de lo posible, para poder enfrentarlo con valor y dignidad, sin angustias ni rebeldías que nos desgastan interior y exteriormente.
El sufrimiento es un misterio que tenemos que aprender a mirar a la cara para que no nos precipite en el abismo de la desesperanza; un misterio que tiene que ayudarnos a crecer interiormente, a ser más humanos y por ende más dignos hijos de Dios.