Sigrid Undset
I
Cuenta Gregorio de Tours en su Crónica de los francos que en el sínodo de Macon, celebrado en el año 585, hubo un obispo que afirmó que la mujer ni siquiera podía llamarse «homo» —ser humano—. Los demás obispos inmediatamente se pusieron a sacarle de su error. Al principio del Antiguo Testamento está escrito cómo Dios creó al hombre: Et creavit Deus hominem ad imaginem suam; ad imaginem Dei creavit illum: masculum et feminam creavit eos. Y para mayor abundamiento: «Nuestro Señor Jesucristo es llamado el Hijo del Hombre porque es hijo de la Virgen, es decir, de una mujer».
Como Gregorio cuenta también otras historias sobre personajes curiosos que a veces llegaron a ser obispos durante la época merovingia, es posible que este obispo, que planteó el problema del homo, tuviese un conocimiento muy ligero del latín, por cuyo motivo tampoco estaría muy versado en Sagrada Escritura y en historia eclesiástica. Porque aunque el latín, al igual que muchas otras lenguas, emplea la misma palabra para significar «varón» y ser humano indistintamente, la Iglesia, desde un principio, ha tratado a la mujer como ser igual al hombre desde el punto de vista espiritual. Con lo cual siguió el ejemplo que Nuestro Señor había dado.
De tiempo en tiempo se ha discutido, y a veces con violencia apasionada, qué ha hecho el cristianismo por la mujer. Qué sitio ha ocupado la mujer en el seno de la familia y en la sociedad dentro de los pueblos que profesaron la religión de Cristo. Cómo era mirada la mujer a la luz de la doctrina de la Iglesia, y a la luz de las doctrinas predicadas por todos los secundarios creadores de iglesias con sus distintos credos, y qué lugar le señalaron en la sociedad humana. Las opiniones han sido muy dispares: desde la de los apologistas, que con bastante ingenuidad afirmaron que sólo en el Cristianismo encontró la mujer el respeto, el amor y una consideración igual a la del hombre, aunque su misión y sus problemas legales eran distintos de los de los hombres, pasando por todos los grados de optimismo y pesimismo, hasta la de los detractores que acusaron al Cristianismo de haber esclavizado, rebajado y difamado a todo el sexo femenino, cargando sobre él no solamente la culpa del pecado original, sino todos los pecados y miserias que se han abatido sobre la Humanidad. Incluso los defensores de los diferentes credos no llegaron a ponerse de acuerdo: mientras una serie de teólogos protestantes afirmaban, con la Biblia en la mano, que la mujer había nacido para una vida de obediencia, humildad y recogimiento a la sombra del hombre, la Iglesia católica ha defendido siempre el derecho de aquélla a vivir su propia vida, sin impedimentos del padre, del marido o de los hijos, en las órdenes religiosas.
Ahora bien: es un hecho que en algunas partes las mujeres tuvieron derechos, en sentido moderno, en mayor extensión dentro de las culturas paganas que en la sociedad construida oficialmente sobre la doctrina del Cristianismo. En muchos pueblos primitivos podían influir muchísimo las mujeres cuando había que tomar decisiones que afectaban a la vida de todo el clan. La influencia de la mujer era tanto mayor cuanto más importante era su labor para el bienestar de toda aquella minúscula sociedad. (Entre los pueblos primitivos se observaba rigurosamente la división del trabajo entre los sexos). En los pueblos semíticos ni siquiera puede decirse que las mujeres sean seres rebajados, ya que incluso en el Islam se protegió siempre el derecho de la mujer a la propiedad, por lo menos mientras los árabes semitas fueron el pueblo musulmán dirigente. En la sociedad rural la importancia vital del trabajo de la mujer condujo a que en las familias acomodadas tuviese la esposa mucha libertad y autoridad; entre los pobres era tan dura la vida, que ni el hombre ni la mujer tenían tiempo para pensar en otra cosa que en el trabajo de cada día. Pero en las civilizaciones de ciudad se manifestó frecuentemente la tendencia a la libertad de la mujer de las clases elevadas, al paso que la mujer del artesano, del comerciante y del trabajador llegó poco a poco a adquirir una libertad plena.
Tampoco fue exclusivo del Cristianismo el que la mujer, doncella o viuda, abandonase la vida familiar para buscar experiencias espirituales. Monjas budistas y santonas mahometanas dedicaron su vida a la contemplación mística de la divinidad; no eran empero tan numerosas como las santas mujeres de la Iglesia católica, y acerca de ellas, incluso dentro de sus propios pueblos, se sabe menos de lo que nosotros sabemos sobre nuestras religiosas. Una de las razones es que, por muchos y diversos motivos, que en parte tenían muy poco que ver con la religión, los conventos de monjas de las grandes Órdenes religiosas se convirtieron en lugares de refugio para la superabundancia de mujeres cuyas familias muy fácilmente podían darles estado metiéndolas en ellos. Una segunda razón es que, fuera del Cristianismo, existe muy poca tradición acerca de la vida religiosa de la mujer individualmente considerada. Aun cuando ellas adoraban a los mismos dioses que los hombres, a pesar de que incluso eran sacerdotisas de un dios o de una diosa, muy poco es lo que sabemos acerca de las formas exteriores del culto que rendían, y menos aún sobre la vida interior —la religión viva— de los creyentes. En las religiones paganas existe generalmente una inclinación a rodear la esencia de la religión con el velo de la mística y de los misterios, velo que solamente se descorría un poco para los que tenían una iniciación especial. Esta inclinación era muy acusada cuando se trataba del culto tributado solamente por las mujeres: el culto a las divinidades que presidían el ciclo vital de la mujer: pubertad, embarazo, parto y paso a la vejez.