Sobre el cielo y la tierra
Cardenal Jorge Mario Bergoglio, sj
EL FRONTISPICIO COMO ESPEJO
por Jorge Bergoglio
El Rabino Abraham Skorka hizo referencia, en un escrito, al frontispicio de la Catedral Metropolitana que representa el encuentro de José con sus hermanos. Décadas de desencuentros confluyen en ese abrazo. Hay llanto de por medio y también una pregunta entrañable: ¿aún vive mi padre? No sin razón, en los tiempos de la organización nacional, fue puesta allí esa imagen: representaba el anhelo de reencuentro de los argentinos. La escena apunta al trabajo por instaurar una “cultura del encuentro”. Varias veces aludí a la dificultad que los argentinos tenemos para consolidar esa “cultura del encuentro”, más bien parece que nos seducen la dispersión y los abismos que la historia ha creado. Por momentos, llegamos a identificarnos más con los constructores de murallas que con los de puentes. Faltan el abrazo, el llanto y la pregunta por el padre, por el patrimonio, por las raíces de la Patria. Hay carencia de diálogo.
¿Es verdad que los argentinos no queremos dialogar? No lo diría así. Más bien pienso que sucumbimos víctimas de actitudes que no nos permiten dialogar: la prepotencia, no saber escuchar, la crispación del lenguaje comunicativo, la descalificación previa y tantas otras.
El diálogo nace de una actitud de respeto hacia otra persona, de un convencimiento de que el otro tiene algo bueno que decir; supone hacer lugar en nuestro corazón a su punto de vista, a su opinión y a su propuesta. Dialogar entraña una acogida cordial y no una condena previa. Para dialogar hay que saber bajar las defensas, abrir las puertas de casa y ofrecer calidez humana.
Son muchas las barreras que en lo cotidiano impiden el diálogo: la desinformación, el chisme, el prejuicio, la difamación, la calumnia. Todas estas realidades conforman cierto amarillismo cultural que ahoga toda apertura hacia los demás. Y así se traban el diálogo y el encuentro.
Pero el frontispicio de la Catedral todavía está allí, como una invitación.
Con el Rabino Skorka hemos podido dialogar y nos ha hecho bien. No sé cómo empezó nuestro diálogo, pero puedo recordar que no hubo muros ni reticencias. Su sencillez sin fingimiento facilitó las cosas, incluso que le preguntara, después de una derrota de River, si ese día iba a cenar cazuela de gallina.
Cuando me propuso publicar algunos diálogos nuestros, el “sí” me salió espontáneo. Reflexionando luego, en soledad, la explicación de esta respuesta tan rápida, pensé que se debía a nuestra experiencia de diálogo durante bastante tiempo, experiencia rica que consolidó una amistad y que daría testimonio de caminar juntos desde nuestras identidades religiosas distintas.
Con Skorka no tuve que negociar nunca mi identidad católica, así como él no lo hizo con su identidad judía, y esto no sólo por el respeto que nos tenemos sino también porque así concebimos el diálogo interreligioso. El desafío consistió en caminar con respeto y afecto, caminar en la presencia de Dios y procurando ser irreprochables.
Este libro testimonia ese camino… a Skorka lo considero hermano y amigo, y creo que ambos, a lo largo de estas reflexiones, no dejamos de mirar con los ojos del corazón ese frontispicio de la Catedral, tan decidor y promisorio.
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