Sobre el duelo y el dolor
Elisabeth Kübler-Ross
Prefacio
«He acabado»
El día 24 de agosto de 2004 murió Elisabeth Kübler-Ross. Miré el reloj después de su último aliento y registré la hora de la muerte a las 20:11. Debo decir que, de no haberlo visto con mis propios ojos, es posible que no lo hubiera creído. Aparentemente, yo no era el único. Muchas personas reconocieron que, de alguna forma, la consideraban inmortal. Ella siempre decía que «cuando hiciera la transición y se graduara», sería un motivo de celebración, puesto que estaría «danzando en las galaxias entre las estrellas».
Para aquellos de nosotros que estábamos muy próximos a ella, no obstante, fue una pérdida. Yo añoraré a la persona animada, divertida, amable y brillante con la que congenié durante tantos años. La pérdida de Elisabeth es un duelo complejo para mí. Ella era una mujer compleja, por lo que no es sorprendente que la pena que sentí viéndola morir día a día, pedazo a pedazo, fuera tan difícil de asimilar. Había veces mientras escribíamos que parecía cansada, pero luego se espabilaba de repente si algo de lo que escribíamos no terminaba de fluir.
Le encantaba enseñar. Siempre quería hacer más. Tenía una mente aguda en lo relativo a su trabajo. Me alegro de que disfrutara con él. Ahora que ya no está, la añoro tremendamente. Y, no obstante, sé que, en su muerte, ha encontrado la libertad que no pudo hallar en vida. Ya no está confinada a una habitación, una cama y un cuerpo que ha dejado de funcionar.
Cuando comencé este libro con Elisabeth, ella me dijo:
—Para que este libro sea todo lo que debería ser, tú vas a tener que realizar tu propio proceso de duelo.
Yo dije obedientemente:
—Claro. —Y recordé de repente viejas pérdidas. Creí que me estaba instando a revisarlas. Luego, le pregunté con curiosidad—: ¿También tú vas a tener que realizar tu propio proceso de duelo?
—Naturalmente —respondió ella—. Llevo mucho tiempo instalada en el duelo anticipatorio, y supongo que aún hay más.
Así nació la introducción de este libro.
Conforme escribíamos los diversos apartados, yo reflexionaba sobre mis propias pérdidas; ¿cómo no iba a hacerlo? Pensar en el duelo sacaba naturalmente el mío a la luz y, mientras estaba con Elisabeth, también ella se emocionaba en algunas partes. Sus lágrimas eran una señal de que estaba reabriendo antiguas heridas al igual que yo. Hay un refrán que dice que si lo que escribes no te mantiene despierto por la noche tampoco va a mantener despierto a los demás. En la creación de este libro, a menudo sentí que, si no nos hacía llorar, si no nos ayudaba a elaborar nuestro propio duelo, nunca ayudaría a otras personas.
Cada vez que dejaba a Elisabeth después de haber estado escribiendo con ella, sabía que podía ser la última. Ése era nuestro cometido: estar al día, saber que la vida no estaba garantizada. Elisabeth estuvo gravemente enferma tantas veces durante los últimos años que yo fui siempre consciente de la precariedad de su existencia en este mundo. Suponía que este libro se iba a publicar y ella podría ver su última obra, un colofón de todas las demás. Siempre pensamos que, en cierto modo, los tres libros estaban relacionados. Sobre la muerte y los moribundos fue su primer libro y el comienzo de otros muchos. Lecciones de vida fue el primer libro que escribimos juntos y estuvimos a punto de titularlo Sobre la vida y los vivos. Y luego haríamos éste, su último libro, Sobre el duelo y el dolor.
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