Fernando Rivas Rebaque
Introducción
El origen de estas páginas se encuentra en la lectura de un libro de Javier Garrido, Ni santo ni mediocre. Ideal cristiano y condición humana, donde leemos:
«Somos muchos los creyentes que nos debatimos entre el deseo y la realidad, la entrega radical y el egocentrismo. Que no somos santos es evidente. Pero tampoco nos consideramos mediocres si mediocridad significa tibieza, es decir, autosuficiencia y acomodación a lo fácil y seguro… Con los años hemos aprendido que el salto a la realización de nuestros mejores deseos no está en nuestras manos. Los libros de espiritualidad se han dirigido casi siempre a los que iniciaban la andadura cristiana o a los que caminaban por las alturas de la purificación y la mística. Faltan libros que traten precisamente de la “zona intermedia”. Hemos salido de la hondura del valle, hemos subido a la planicie, oteamos la montaña sagrada en la que sólo Dios habita, pero la meseta es áspera y prolongada. Necesitamos la paciencia que consolida la fidelidad, para que nuestra esperanza no quede defraudada»[1].
En esta «zona intermedia» se sitúa el presente libro, cuya intención es ofrecer medios e instrumentos para ayudarnos a vivir sana y cristianamente esta etapa espiritual de «meseta», tan difícil de sobrellevar y tan común a nuestra experiencia, sobre todo por algunos factores que han venido a agudizar este paso por el desierto.
Nuestra pastoral se centra casi exclusivamente en los medios sacramentales e intelectuales (catequesis, formación), olvidando o marginando los aspectos y cauces más concretos de transformación personal, que quedan al libre albedrío del sujeto o al control de los grupos a los que se pertenece.
Hemos pasado de una pedagogía autoritaria y rigorista a una educación supuestamente no directiva y rousseauniana, donde el individuo se siente en multitud de ocasiones perdido y sin referencias, obligado a partir desde cero. En esta situación es comprensible el recurso a grupos de carácter autoritario y rigorista (tanto en el ámbito social como en el eclesial), que ofrecen un camino seguro en tiempos de crisis, o bien el buscarse la vida como cada uno/a buenamente pueda, en un cristianismo por libre o a la carta, con los peligros que ambas posturas conllevan.
La separación entre la praxis creyente y la reflexión teológica o, en otra clave, el mundo de la ascética y el de la mística, se ha convertido en una triste y prolongada realidad, lo que ha traído consigo, entre otras cosas, la reducción de la ascética a su dimensión más pobre y negativa: prácticas rutinarias, en muchos casos acusadas de masoquismo, represión corporal y minusvaloración del sujeto. En vez de intentar transformar la ascética, rehabilitando sus aspectos más profundos y personalizadores, simplemente la hemos abandonado como un trasto inútil y obsoleto: una molestia menos.
Hemos dejado la mística para una elite minoritaria, presuntamente agraciada de forma directa por el Amor gratuito de Dios, olvidando que para que este Amor nazca es preciso preparar bien y a fondo el terreno, aunque la semilla crece por sí misma. De esta manera nos encontramos hoy con personas que pretenden llegar a la mística sin pasar antes por la ascética, desconociendo que toda experiencia humana profunda tiene su necesario componente de esfuerzo, contención, dominio y exigencia. Otras personas, en cambio, pretenden vivir la experiencia religiosa sin que esta tenga una incidencia real en el ámbito personal o social, creando una especie de religiosidad virtual, sucedánea de la auténtica religión.
Incluso hemos acudido a beber a fuentes extrañas (filosofías orientales o terapias psicológicas de todo tipo)[2], olvidando nuestras propias fuentes y el hecho de que el cristianismo nace y se presenta, desde sus orígenes, como una tradición salvadora y saludable, en el doble sentido que tiene la palabra griega sôtsô o la latina salus, de donde proceden nuestras palabras «salvación» y «sanación»: como salud psicofísica y salvación integral.
Dentro del cristianismo, el monacato ha representado un lugar privilegiado donde experimentar esta salud y salvación, destacando la preocupación por su dimensión terapéutica sobre todo en los ss. IV al VII, especialmente en la parte oriental. Tanto el número como la calidad de las personas que se han dedicado a esta manera de vivir convierten a los monjes y monasterios en auténticos laboratorios de experimentación de lo humano: autoanálisis, estudio del funcionamiento de los mecanismos internos, terapias para cada caso… alcanzaron una altura y nivel considerable dentro del monacato, con innumerables personas dedicadas a esta práctica durante toda su vida. Además, el carácter laical de su espiritualidad hace que este instrumento tenga una dimensión universal, aplicable a todos y todas, independientemente del estado en que nos encontremos dentro de la Iglesia o la sociedad.
Estos han sido algunos de los factores que me han llevado a fijarme en esta tradición monástica oriental para analizar y descubrir aquellos medios y re-medios que puedan ayudarnos a vivir esta etapa de meseta-llano, en un período de desarraigo continuo y búsqueda, a veces desesperada, de raíces, con el firme convencimiento de que hay demasiadas analogías históricas (cambio de cultura, etapa de crisis, continuas transformaciones sociales…) y demasiada sabiduría acumulada como para no ver en esta tradición una referencia válida para nosotros.
El proceso que vamos a seguir en este libro será el siguiente. En primer lugar haremos una breve introducción sobre el planteamiento médico-terapéutico en la tradición veterotestamentaria, el Nuevo Testamento y los Padres de la Iglesia. Posteriormente veremos una serie de presupuestos antropológicos y teológicos necesarios para comprender el mundo y la cultura de la enfermedad en este período. El núcleo del libro comienza con un breve estudio de las enfermedades corporales y psíquicas, para desde aquí pasar al análisis, origen y desarrollo de las diferentes enfermedades espirituales, que serán el centro de este escrito.