Hans Urs von Balthasar
Alfa
No es la primera vez que se habla de esta paradoja: en los siglos en que la iglesia estaba totalmente segura de su misión, de su doctrina y de su propia fuerza para conformar el mundo, no se ha preocupado jamás de reflexionar sobre sí misma ni de definirse teológicamente. Ni siquiera en Tomás de Aquino se encuentra un tratado «sobre la iglesia».
Esta era considerada la forma definitiva tendiente a Dios -y proveniente de él- de toda la sociedad humana, idealmente reunida en el «imperio». Aunque ya en aquellos tiempos la actividad misionera estaba en crisis, sin embargo la iglesia continuaba siendo la «forma» que se trascendía a sí misma en la «materia» de la humanidad, así como en la parábola evangélica la levadura, que sola no se puede comer, revela su propia utilidad apenas es envuelta en la harina.
Más tarde, al comienzo de la edad moderna, aumentó cada vez más la separación entre la esfera profana y la sagrada, hasta llegar a la doctrina de «dos sociedades perfectas», una temporal y otra espiritual, con intereses comunes sólo en las zonas de confín. Fue la época en que la iglesia empezó a considerarse a sí misma como objeto de reflexión, y del apogeo de una eclesiología con carácter marcadamente institucional. A primera vista este proceso parece tan necesario e irreversible como el que llevó a las ciencias profanas a desvincularse de la estrechez de la esfera sacral.
Pero ahora reflexionando más atentamente sobre la misión original de los apóstoles enviados a todos los pueblos, sobre la función de levadura de la comunidad cristiana y sobre el ideal de la que fue en otro tiempo «cristiandad» temporal y espiritual, el concilio Vaticano II ha descubierto de nuevo la trascendencia esencial de la «iglesia» (como «forma») en función del mundo (como «materia»), ha abierto las puertas y ha propuesto nuevamente a los cristianos su fundamental deber apostólico. Querer volver al ideal medieval en una situación completamente diversa -un mundo desacralizado, animado por sentimientos de desconfianza e incluso de aversión hacia el fósil de la iglesia-, con un grupo de cristianos cada vez más débil y ralo, nos parece una romántica aventura de ensueño. Sin embargo, no fue menos inverosímil la empresa de los primeros discípulos que ante una floreciente civilización pagana, sólidamente establecida en todo el mundo a través de los poderes políticos y militares, fueron capaces de cristianizarla en poco más de dos siglos.
Hemos de tener en cuenta además que entonces se puso en movimiento una fuerza pujante e invencible, plenamente consciente de su propia peculiaridad y de su propio empuje de penetración. En cambio, ¿con qué fuerza de convicción el último concilio envía de nuevo a los cristianos en medio del mundo? ¿Tienen el poder de transformación de los primeros cristianos? Por otra parte, ¿cómo es posible que esta fuerza sea tan pujante y concentrada, desde el momento que el mundo («materia» que la «forma» de la iglesia debe animar) es mucho más complejo, pluralista y contradictorio que cualquier civilización antigua? En realidad hoy se pide algo sobrehumano a los cristianos enviados al mundo: en vez de una comunidad estática y cerrada en sí misma se han de convertir en una iglesia dinámica y apostólica, dotada al mismo tiempo de la fuerza de la unidad -¿cómo podría de otro modo difundir la unidad entre los demás?- y de la multiplicidad, capaz de adaptarse a la variedad del mundo -¿cómo podría de otro modo penetrar en el mundo de hoy?
Es un programa de superhombres, que parece desbordar desde todos los ángulos el modesto formato de los ciudadanos corrientes. Mucho más si se piensa que esta fuerza de unidad, de la que debe brotar todo, ha sido siempre y es la impotencia del crucificado, que renuncia a los medios del mundo, que siempre recurre a las fuerzas más poderosas y eficaces para resolver los problemas de la humanidad y llegar a la unidad de los hombres.